Echo de menos la calma del ayer,
aquellos tiempos tranquilos
en que vivir y envejecer
no mantenían el alma en vilo.

El trato directo con la gente,
el insustituible arte de charlar,
de compartir experiencias, de amar
sin mundos virtuales, frente a frente.

Echo de menos las miradas,
los llantos, las risas, las caricias
con los ojos, con las manos, sin pantallas
ni frases tecleadas, tan ficticias.

Tal vez sea un tiempo sin retorno,
quizá sea perpetua esta condena
y arrastre hasta mi muerte el dolor sordo
de esta honda añoranza, de esta pena.