En enero, mientras yo todavía estaba en la clínica, se había publicado el reportaje Mujeres de éxito, con el que Hoy tendencia se apuntó un tanto al lograr vender una gran cantidad de ejemplares como hacía meses que no lo hacía. La dirección de la revista felicitó a Amalia por la buena elección que hizo de las colaboradoras y ella a su vez me transmitió las congratulaciones con una sonrisa de oreja a oreja. Quedaba claro que nuestras diferencias hacía ya mucho que habían quedado atrás y volvíamos a ser las amigas de siempre.
Al volver a casa, tras mi ingreso, me sentí con fuerzas para escribir de nuevo. Entregué algunos trabajos que tenía aplazados desde hacía tiempo y recibí algunos pagos por ellos, lo que me llenó de satisfacción. También retomé la novela, en la cual trabaja a diario con gran intensidad porque Amalia y yo queríamos que la presentación y el lanzamiento fueran en marzo, justo antes de las falla. Literalmente me dejaba la piel para que fuera posible hacerlo en ese plazo, ya que me quedaban por pulir algunos flecos de la trama antes de poderla mandarla a editar. De hecho, una de las partes que aún no tenía resultas era el desenlace final. Tenía que decidirme por una de estas dos opciones: mataba a la protagonista tras alcanzar la anhelada felicidad o por el contrario le permitía vivir, eso sí, llevando una vida desgraciada. Porque yo escribo novela negra y todo el mundo sabe que en este género, los finales felices están absolutamente proscritos. Esas pequeñas maldades, inherentes a mi oficio de escritora, son las que me hacen sentir poderosa. Porque si leer es vivir otras vidas, escribir me convierte en la dueña de otros mundos en los cuales hago y deshago a mi voluntad. Ojalá pudiera sentir la misma seguridad en la vida real que al enfrentarme a los argumentos de mis novelas.
Por aquellos días Ricky también andaba ocupado con actos políticos y del partido a los cuales no me gustaba asistir. Por eso nos veíamos menos que de costumbre. Yo apenas salía, enfrascada como estaba en la escritura, y él pocas veces tenía tiempo de pasar por casa a verme. A pesar de ello, seguíamos adelante con lo nuestro. Continuábamos hablando a diario por teléfono o wasap y los fines de semana, los sábados por lo general, encontrábamos un hueco en nuestras agendas para salir a cenar y pasar la noche juntos.
Si bien lo miro, pienso que nuestro modelo de pareja no nos dejaba demasiado tiempo para compartir en la intimidad, aunque al parecer resultaba de lo más conveniente para los dos. Sin embargo, a veces me seguía preguntando si era el hombre ideal para mí. Parece que, después de todo, las advertencias de Carlos, al que por otra parte no me podía sacar de la cabeza por más que quisiera, no habían caído en saco roto. Lo cierto es que ya no veía a Ricky con la mirada inocente de cuando nos conocimos. Empezaba a tener cierta suspicacia hacia todo lo que él hacía, pensaba o decía. Aunque, para ser sincera, como no encontraba nada alarmante en su conducta, sino todo lo contrario. Pronto acallaba mis recelos y la culpabilidad que sentía por haber albergado aquellos sentimientos negativos hacía que luego me mostrase mucho más cariñosa y complaciente con él, a pesar de que acusaba un cierto desencanto hacia su persona. No sabía concretarlo, pero era como si a pesar de todo lo que había hecho por mí, de los cuidados que me prodigaba y todos lo que se esforzaba por complacerme, nuestra relación fuera incompleta. Sentía que algo faltaba en mi vida.
Durante una temporada seguí visitando una vez por semana a la doctora Carrión, mi psicóloga. Me daba cuenta de que las sesiones me ayudaban: solía sentirme muy relajada después de ellas. Sin embargo, cuando tocaba el pesaje, que era el paso previo a la sesión propiamente dicha, mis progresos no se veían reflejados de igual manera. No solo no ganaba lo que se suponía que debía sino que algunas semanas incluso perdía algunos gramos. Y es que reconozco que tras regresar a casa había vuelto a descuidar mi alimentación. Tú, mamá, algo barruntabas porque no parabas de invitarme a casa a comer. Y yo volvía a poner la excusa de siempre: el trabajo. Solía comer una o dos veces al día, lo que pillaba de mi nevera desangelada o lo que de vez cuando me traíais Amalia —que también me conocía bien— o tú misma.
La enfermera me recriminó en varias ocasiones por mi escasa de ganancia de peso. Cada vez que la báscula no daba lo que ella consideraba me sometía a interrogatorios que me resultaban extenuantes. «¿Cuántas comidas te has saltado durante la semana? ¿Cuántas veces has vomitado? ¿Tomas laxantes? Ya sabes: ¡nada de productos bajos en calorías…!». La retahíla era interminable. Tanto me agobiaba aquello que una semana, al marcharme, decidí que no volvería más. Os lo oculté a Ricky y a ti todo el tiempo que me fue posible. A Raquel no hay caso, porque ella, después de la enorme bronca que tuvimos aquella vez que intentó hacerme entrar en razón, ya no me hablaba del tema.
Ricky se enteró al cabo de un mes porque le vino devuelto el recibo de la clínica. Cuando llamó para preguntar a qué era debido, le dijeron que llevaban semanas sin verme el pelo. Rápidamente te lo contó y entre los dos me organizasteis lo que yo consideré la encerrona del siglo. Todavía recuerdo cómo llorabas en silencio, mientras que él estaba totalmente fuera de sí. Creo que ha sido la única ocasión en que me ha gritado:
—¡No seas boba! ¡No te das cuenta de que todo esto es por tu bien y solo por tu bien! Creo que no eres consciente de lo mal que estás. Vas desmayándote por las esquinas. Sabes que no puedes seguir así…
Yo me conocía la cantinela de memoria. Eran exactamente las mismas palabras que llevaba oyendo de tu boca toda la vida. Pero reconozco que en la suya me causaron mayor impresión, aunque de ningún modo estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer. Te pedí que nos dejaras solos a ver si él podía manipularlo como tantas veces había hecho en el pasado contigo. Entonces lloré, pataleé y no sé cómo, lo convencí de que en la clínica eran demasiado estrictos, de que tenían demasiadas normas que yo no podía sobrellevar. Que coartaban mi libertad y que en aquellas condiciones nunca podría superar mi trastorno de alimentación. Al final se dio por vencido. Yo me creí triunfante, cuando en realidad era la mayor perdedora.
Otra cosa que afectaba entonces a mi ánimo eran las noticias que llegaban de Grecia, que no eran buenas. A veces me abstenía de leer el periódico o de ver el telediario solo para no tener que preocuparme por cómo le iría a Carlos en lo que yo presentía que tenía que ser un auténtico infierno, pero aun así acababa por enterarme de todo. Sin embargo, todo cambió a peor el 20 de marzo de 2016, cuando entró en vigor el tratado de la UE con Turquía. Simplificando, te diré que se acordaban una serie de medidas para reducir la llegada de refugiados —principalmente de nacionalidad siria— a las islas griegas. Al mismo tiempo, muchísimos desgraciados que ya habían conseguido entrar, aunque continuaban atrapados en los campos, serían deportados a Turquía, país que se haría cargo de ellos a cambio de 3.000 millones de euros iniciales —en teoría como ayuda de la UE para atender a los migrantes— más 3.000 millones adicionales si fuera necesario. No dejaba de ser irónico que de repente Turquía hubiese sido ascendida a la categoría de guardiana de Europa. Pero la política a veces tiene estas cosas tan extrañas.
Muchas de las ONG que trabajaban sobre el terreno calificaron el acuerdo como bochornoso y como una auténtica vergüenza, ya que no solo dejaba a los pies de los caballos —en este caso en manos del gobierno turco— a los refugiados, la mayoría de ellos en busca de asilo político, sino que también afectaba a todos los equipos de las ONG, medios informativos y demás, que se habían desplazado a la zona a cubrir la crisis. A partir de aquel momento comenzaron a acusar de manera absurda a algunos equipos de rescate de cargos como el tráfico ilegal de personas. Además, los periodistas quedaron expuestos a un sinfín de peligros añadidos por el simple hecho de realizar su trabajo. Yo, sin embargo, me alegré al pensar que una vez acabado su trabajo, Carlos, con quien había seguido manteniendo contacto de forma esporádica tras su marcha, regresaría. Pero me llevé una terrible decepción cuando en wasap casi telegráfico y ante mi pregunta directa, me comunicó que por el momento prefería quedarse en la zona del conflicto. Según me dijo, no podía marcharse cuando más falta hacía una buena cobertura periodística.
Aquel wasap supuso para mí una bofetada de realidad, porque me di cuenta de cuánto anhelaba que Carlos volviera. Lo echaba mucho de menos y me angustiaba pensar que podría pasarle algo malo. Además, conociendo lo intrépido que es, sabía que allá donde las cosas se pusieran más difíciles estaría él. Muchas noches, cuando no podía dormir me daba por pensar en él y lloraba sin consuelo al imaginarme mil peligros en los que podría caer. Me di cuenta de que me importaba mucho, muchísimo más de lo que hubiera querido admitir y tras muchas noches de insomnio al fin me di cuenta de que me debatía entre dos amores que a todas luces eran incompatibles. No podía amar a Ricky y al mismo tiempo permanecer leal a Carlos, con todo lo que seguía significando para mí. Era una disyuntiva terrible porque tampoco me sentía en desposició de elegir a uno sin sentirme culpable por dejar al otro.