Recostado en el viejo sofá situado en medio de la nada, es el único elemento tangible que me acompaña en la realidad que me rodea. Una realidad, mi existencia, que dista mucho de la que gozan la gran mayoría de las personas con las que me cruzo a diario, ellos evitan mirarme, y yo, no los veo, por nada del mundo rozarían mi piel avejentada, ennegrecida y quemada prematuramente por el Sol.
¡Qué más da, ahora ya es tarde! ¡Ya no puedo, o quizás, ya no quiero! En la soledad acompañada de remordimientos, y de reproches propios, es la tortura diaria previa para calmar la terrible ansiedad y temblores que me asolan, que hacen que sea capaz de cometer cualquier mal acto para conseguir la dosis de jaco que, desde joven, desde parece que hace ya mil años me inyecto por las venas, la necesito, necesito notar como recorren cada milímetro a toda velocidad la autopista sanguínea, quiero sentir como se hace paso hasta mezclarse por completo con la última gota de mí sangre.
Tal es la desesperación, que ni recuerdo como conseguí el dinero de hoy para comprar la papelina de caballo, pero sí recuerdo la cara de asquerosa superioridad del que me la vendió, un ignorante sin escrúpulos cargado de oro por todo su asqueroso ser, cada día que le veo me pregunto, ¿Cuantos quilates del preciado metal le llevaré sufragado pico tras pico? En fin, ya es la hora, ya estoy refugiado en la soledad de la taciturna madriguera que me cobija.
Desde hace ya bastantes años las venas callosas de mis brazos no pueden soportar más pinchazos, y la alternativa es bajar el pantalón hasta los tobillos, las piernas son el suplente perfecto para abrir el umbral al frio acero de la aguja. Por cierto, agujas de las que tanto huía en mi niñez, porque yo también fui un niño, aunque ahora solo tenga en el reflejo de un ser débil, débil y roto, pero si, fui un niño querido por mis padres, y con una sencilla pero gran familia rodeándome, cuando lo recuerdo no puedo evitar llorar, lagrimas que ruedan sobre mi rostro imperturbable. Llega por fin la hora de ceñir fuerte la goma gruesa a la piel, y sentir, gozar cómo penetra la aguja en la piel, punzará sin descanso hasta encontrar una de las castigadas venas, en cuestión de segundos el sudor empieza a desaparecer, las pupilas se relajan y el temblor va dando paso a un sueño relajante, a un viaje en el interior del universo dañado.
¡Del miedo a no despertar, a no regresar a la realidad terrenal, he dado paso al pánico por todo lo contrario, pavor a despertar de nuevo, a despertar una vez más! Frustrado, sé que no quedan batallas por librar, que la guerra se perdió hace mucho tiempo, derrotado ante la esperanza de regresar a la vida conocida antes de caer en el sórdido mundo del caballo, el mundo en color que no volverá nunca volverá. Mi madre, la última que aguantó a mi lado contra viento y marea, ya no está, hasta con la vida de ella pudo mi enfermedad.
Hoy en mi viaje soy más feliz de lo normal, en el viaje a las neblinas de mi alma, de la paralela y huidiza realidad, hoy las situaciones soñadas tantas veces son claras y cercanas, y las personas habituales que me acompañan hoy sonríen complacientes frente a mí, no puedo tocarlas a pesar de tenerles a escasos centímetros de la punta de mis dedos, Dios como deseo tocarlos, abrazarlos, besarlos y pedirles perdón.
Sin mediar palabra, me señalan una puerta blanca que destaca iluminada en la espesa niebla, al abrirla, da paso a una estancia de varias decenas de metros de largo por algo menos de ancho, techo de más de cuatro metros de altura a dos aguas, diáfana y en semi oscuridad no observó ningún objeto en ella, la atmósfera es diferente, la respiración es melosa. Pero es al levantar la mirada y, fijarla al fondo, es cuando mi corazón se acelera, los ojos se me humedecen de alegría, veo una anciana de pelo canoso sentada en una silla de mimbre, sonriente y en silencio hace gestos pausadamente armoniosos con la mano para que me acerque, no ando, corro descompasado, floto hacia ella, a cada paso estoy más seguro es ella, ¡es mi madre! ¡Mi pobre madre!!! A pocos metros para tocarla mi carrera va ralentizándose, cuanto más rápido quiero ir, más lento me muevo, hasta que, cuando estoy ya a punto de tocarla, me paralizo por completo a escasos milímetros, y con la penumbra que permite la claraboya que tenemos sobre nosotros, nos miramos, sus ojos clavados en los míos perdurarán toda la eternidad, por fin, he vuelto a casa después de tan largo viaje.
Unos cuantos días después una patrulla policial, por casualidad descubre el cadáver ya en descomposición de un indocumentado yonki, está recostado en un sucio y viejo sofá, dentro de una casa abandonada y llena de escombros, así es como reza el informe. Es un número más, un número sin importancia, un número perdido en las tristes estadísticas que hipócritas dan la espalda a la humanidad.
Jordi Rosiñol Lorenzo.