Al encender su ordenador, ella está siempre ahí. Quizás esperándolo. Unas veces le saluda. Otras le mira, o siente él que le está observando sin hablar desde su dispositivo electrónico. Se leen mutuamente. Comparten charlas muy especiales. Él imagina que están presos en una cárcel medieval, en dos cámaras separadas. No pueden tocarse, ni verse siquiera. Hacerse llegar sus voces les aporta mucho o casi todo. La noche cae sobre ellos y el silencio les cubrirá en minutos. Pero antes de quedar dormido recordará que ella es un rayo de luz atravesando la humedad de su celda de piedra fría. Cuando se acueste, ella puede soñar que se refugia en él, porque también lo siente así. Se lo cuentan y él confirma: su nuca, que desearía peinar con los dedos, y su cuello delicado de ave, encajarían bien entre su brazo y su pecho. Cómo no protegerla si comparten esta misma peripecia de naves a la deriva. Pero al apagar el ordenador, cambian de una realidad a otra más abierta e incómoda que sus mazmorras imaginarias, y él cada vez tarda más segundos en olvidar el diminuto haz de luz transparente que estaba iluminando su sonrisa, la que ella le provoca, endulzando su común presidio virtual.
Sobre el Autor
Enrique Brossa
Soy una maquina de escribir que lleva mucho tiempo sin usar y quiero hablarte de mí. Español, varón. Adolescente desde hace décadas. Mi educación no fue de letras pero mi pasión sí. Soy al mismo tiempo emprendedor y perezoso. Me gusta mucho hablar, pero hablo poco cuando hay poco que decir o que escuchar. Me encuentro muy bien tomando algo en cualquier terraza, tanto en compañía de buenos conversadores, como con algo para leer o para escribir. Disfruto con la polémica. Veo mejor de lejos que de cerca. Odio los detalles. Tengo una relación contradictoria con lo convencional que se refleja en todo lo que escribo. Mi firma, como mi vida, está hecha de trazos paralelos, es decir, que no convergen. Soy algunas veces demasiado cándido, otras desconfiado. Noto que puedo influir en la gente, pero no suelo aprovecharme de este poder. Al contrario de lo que ocurre en nuestro tiempo, no siento fascinación alguna por el mal, porque me parece terrenal y simple y dentro de mí hay un arzobispo sin religión ni fieles. Soy solitario y sufridor. Soy un ermitaño en la ciudad. Un audaz aventurero: un explorador ante un despacho. Tengo los pies grandes y los hombro pequeños. Soy el viento de bohemia que se mete en una celda. Sería el mejor de los amigos, si los tuviera, ya que exijo en los demás la madera del árbol que nunca existió. Aprecio la indulgencia y la compasión. Puedo estar ofuscado o lúcido, pero escribiendo me siento mejor. Escribir no es para mí ni un viaje al infinito ni a mi propio interior, sino al centro de la Tierra. Subcríbete a los artículos de Enrique Brossa
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