Muchos no creen en nada,
pero temen a todo.
La madrugada del lunes 13 de febrero de 1950 se presentó con una feroz tormenta de verano. De esas que se descargan luego de un día sofocante y pesado. Sin embargo, en Ezpeleta, al sur del conurbano bonaerense, la actividad laboral se cumplía con normalidad. En un par de horas, algunos operarios marcharían hacia la localidad de Quilmes a trabajar en la cervecería. Pero también las pequeñas actividades locales se ponían en marcha.
Así, José Echea, más conocido como El Vasco, ataba a Mora, su yegua, al carro de lechero. Nada hacía presumir que ese día moriría en el pescante.
El Vasco iba de lunes a viernes con su carro cargado de tachos lecheros hasta la ruta donde un camión, que venía desde Ranchos, traía la leche recién ordeñada de los tambos de la zona. Luego hacía el reparto, casa por casa, en su barrio y alrededores. Las vecinas salían con su jarra en la que él vertía el líquido con un envase de aluminio que, se suponía, era la medida de un litro. Los sábados no trabajaba porque a la mañana jugaba pelota vasca con sus amigos y a la tarde sufría en la tribuna del Club Atlético Argentino de Quilmes. Trabajador como el que más, su única debilidad era el cigarrillo. O por lo menos a eso le atribuía su agitación y falta de aire cuando jugaba pelota, lo que le provocó desmayos en más de una oportunidad. Su familia no sabía nada porque les había prohibido a sus amigos que lo mencionaran. A los cincuenta años, el Vasco era un tipo respetado en el barrio por su trabajo y en la tribuna por su coraje.
A pocas cuadras de allí, Arnoldo Cardozo, alias El Negro, se despertaba alarmado por la tormenta a las cuatro de la mañana.
El Negro había nacido en Ezpeleta y siempre había vivido en su casa natal. A los veinte años, trabajaba, con su padre y su hermano mayor, en el cementerio de la localidad que, en realidad, era conocido como el “cementerio de Quilmes”, por ser cabeza de Partido. Desde chico había acompañado a ambos en su tarea de cuidar y mantener las tumbas, nichos y bóvedas. Renovaban los jardines, lustraban las placas de bronce, colocaban los mármoles y monumentos, cobrando una mensualidad a los deudos. Su casa estaba ubicada frente al paredón trasero del predio. Su padre había clavado en los ladrillos unos fierros escalonados que ellos usaban, en ocasiones, para entrar al cementerio sin necesidad de dar toda la vuelta hasta la entrada principal o cuando ésta estaba cerrada.
Sus amigos bromeaban cuando lo veían llegar al bar, donde se juntaban a jugar al billar:
—¡Che! ¿No sienten olor a velorio? —preguntaba uno.
—¿Sabés que sí? —decía otro.
—¡Gallego! ¡Tirá un poco de acaroina! —gritaba un tercero dirigiéndose al dueño del bar.
Sin embargo, realmente, lo admiraban.
—¿No te da miedo entrar o quedarte solo después que cierran? —le preguntan.
—¡No! ¡Para nada! ¡A los vivos les tengo más miedo! —respondía riendo.
¿Qué circunstancias se encadenan de tal manera para que, en un momento, dos caminos separados se crucen? ¿Qué fuerza hace que ese encuentro termine en tragedia? ¿Existe una mano invisible que mueve los hilos de cada persona, como si fueran marionetas, y los coloca en el momento preciso y en el lugar indicado para que las cosas ocurran? Los creyentes seguramente se lo atribuyen a Dios, los otros al destino o simplemente a la casualidad.
En medio del aguacero el Vasco terminó de atar la yegua. Se apuró a revisar los tarros para comprobar que estuvieran limpios, subió al pescante y azuzó al animal. Tenía que llegar a la ruta antes que las calles de tierra del barrio se hicieran intransitables. Para cortar camino enfiló por la calle de atrás del cementerio.
El Negro saltó en la cama con el estampido del rayo. Todavía somnoliento, se sentó escuchando el silbido del viento y el golpeteo de la lluvia sobre el techo de chapa. Recordó que la tarde anterior su padre le había pedido que dejara las puertas de las bóvedas abiertas para que se ventilaran después del calor sofocante del día. “Si las puertas se golpean se van a romper los cristales, además de mojarse los cajones”, pensó, “Mejor me voy a cerrarlas”
Buscó una linterna y, para no perder tiempo salió como estaba, camiseta y calzoncillo blanco. “Quién va a andar por la calle a esta hora”, pensó. Saltó el muro, tomó el camino que bordea el sector de tumbas más antiguas que sale justo a la calle de las bóvedas. El viento doblaba las copas de los árboles y producía un silbido que, a cualquiera que no estuviera acostumbrado lo hubiera paralizado. La lluvia arreció de tal manera que su linterna se mojó y dejó de funcionar. Como no se veía nada siguió caminando de memoria. Cada tanto los relámpagos lo iluminaban mostrando que iba bien. Cuando iba llegando a las bóvedas escuchó cómo se golpeaba una puerta con el viento. Corrió y se dio cuenta que el camino había comenzado a inundarse. Fue primero a la de los Losada que tiene subsuelo, rogando que el agua no hubiera rebalsado el escalón. Sacar el agua de allí sería un trabajo de locos. Se alegró que no hubiera pasado. Cerró todas las bóvedas sin que se dañara nada. Estaba mojado como si le hubieran volcado encima el tambor donde se junta el agua de lluvia.
El carro del Vasco avanzaba trabajosamente entre las huellas barrosas de la calle. Cubriendo con la palma de la mano para que no se moje el segundo cigarrillo encendido esa madrugada se paró en el pescante para ver mejor.
El Negro, empapado pero feliz porque todo había quedado en orden, llegó al paredón y empezó a trepar desde adentro. Pasó un pie por arriba y había empezado a descolgarse, cuando un rayo cayó muy cerca iluminando toda la escena.
Cuando ya iba por la mitad del trayecto, el Vasco prendió su tercer cigarrillo, usando varios fósforos. El relámpago iluminó la calle y vio, con espanto, una figura blanca que saltaba el paredón del cementerio y se descolgaba hacia la calle.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó tironeando de las riendas.
El Negro escuchó los gritos y vio al caballo patinando en el barro y sin dudar se dirigió hacia el carro para socorrerlo.
El alarido del Vasco llenó la calle. La yegua, al sentir las riendas flojas, se lanzó al galope y el carro se perdió en la noche.
El Negro se quedó parado en la vereda sin saber cómo reaccionar. Se fue a acostar pero no pudo conciliar el sueño.
La mañana se presentó soleada. La tormenta había quedado atrás. Tomando mate con su madre en la cocina escuchó que llegaba su hermano a buscarlo para ir a trabajar.
—¿Saben que pasó? —les dijo— Vine por la barrera. Estaba la policía. Encontraron un carro parado de este lado. El lechero estaba muerto en el pescante. Un ataque al corazón.