Árboles

Siempre quise ser un gran árbol. Uno solitario y frondoso con infinidad de recovecos donde los pájaros pudieran anidar, uno que proyectara alargadas sombras al atardecer. Siempre deseé morir de pie, igual que ellos hacen, y agarrarme, al mismo tiempo, con mil tentáculos a la tierra para ser mecido con el viento y no sucumbir ante él. De niño, todos me parecían altísimos, casi tocaban el cielo. Más tarde, supe que realmente lo hacían.

Nací y me crié en una gran ciudad sembrada de hormigón y asfalto, con los coches como crecientes y crueles monarcas de ese entorno. Se llama Madrid, aunque el paisaje que acabo de describir sea habitual en muchas otras. Durante mi infancia solo era posible encontrar los árboles más espectaculares en parques o jardines. También, y alineados cómo si fueran los soldados de un ejército, estaba alguno más modesto pero no menos bello delimitando las aceras de los antiguos bulevares, una especie casi ya extinguida que la implacable marea automovilística consiguió borrar del mapa entre mi niñez y mi adolescencia. En esos años, lo habitual era que todos los jardines particulares fuesen propiedad de una clase privilegiada. Por lo tanto, y para que el resto disfrutáramos de los árboles, solo nos quedaban los parques públicos, con solo un par de ellos con derecho a ostentar ese título. Impreso en mis primeros recuerdos está uno de aquellos: ‘El retiro’, antiguo lugar de caza real y, hoy en día, pleno centro urbano. A muy pocos pasos de donde se encuentra, al otro lado de una de las manzanas que lo miran de frente, estaba la casa de mis abuelos. Tanto si iba agarrado de sus manos caminando por aquellos caminos de tierra y arenisca, como si jugaba corriendo desbocado tras otro niño bajo la su atenta mirada, la indescriptible atracción sentida por los árboles grandes me hacía detenerme delante de los castaños de indias. Una vez que mi mano acariciaba su tronco, levantaba la mirada hasta el cielo y contemplaba el tejido de ramas y hojas, la singular estampa de gigante bonachón que, con el suelo plagado de frutos, poblaba cada paseo. Parado frente a esos colosos, intentando vislumbrar el final, siempre me preguntaba si desde tan elevada plataforma se estaría próximo a las nubes, aquellas que hacen de escalón intermedio antes de alcanzar la bóveda celeste.
Por eso, y equiparando al verbo vivir con el verbo ser, se comprende bien que, en cuanto me fue posible, comprara una casa con un pequeño terreno donde habitar y poder plantar -sería más propio decir trasplantar- unos cuantos de estos totems que tanto idolatro. De esta manera, y al tenerlos tan cerca, crecer con ellos … ser como ellos.
Con vocación de botánico, y ayudado por el clima mediterráneo -un regalo en aquellos lares-, hice un singular acopio de especies: una jacarandá, delgada como si fuera un junco, de violáceas hojas para motear el cielo; un falso pimentero, de frutos rojos y alegres hojas que bailaban nerviosas con el viento; un tupido laurel, podado como si fuera un imponente guardián; una rectilínea morera, de hoja verde y ancha, recuerdo del alimento que guardábamos en cajas de zapatos para los gusanos de seda, nuestras primeras mascotas; dos pinos con acículas afiladas, de raíces invasoras aunque estuvieran alejadas de la casa; un cedro de porte elegante, como si llevara siempre un esmoquin; un abeto, recuerdo de los copos de nieve y de las luces de la Navidad; dos palmeras, Fénix de tronco ancho y alargadas palmas poderosas, como si fueran dragones de muchas colas; dos Washingtonias, plantadas muy juntas, más femeninas que las anteriores, de palma más extensa y tronco estilizado; un conjunto de Cycas, pareciendo en su parte mas alta una mano abierta al mundo, a la amistad; y, por último, un enorme y piramidal magnolio de flores blancas y grandes, de hojas brillantes, con diferencia el árbol más grande de aquel jardín que vi crecer al igual que lo hicieron mis hijos, que supo de mis lágrimas y sudor, y donde amé, sufrí y aprendí durante doce años de mi vida.
Alguno más ha pasado desde entonces, pero mi amor por los árboles grandes no ha disminuido, al contrario. Al regresar a la ciudad donde nací, me volví a rodear de árboles. Pero como el terreno de mi casa no daba para tantos, solo pude plantar un poderoso olivo, de infinitos y saludables frutos; otro cedro, tan elegante como el primero que tuve; un pruno, de hoja roja como un atardecer encendido; y una Washingtonia cuyo final no se adivina por la formidable altura que tiene, hijuela de aquellas femeninas de mi primer jardín y al que ya solo se le pueden cortar las hojas si previamente paseas por las nubes, esas que en mi niñez imaginaba cómo escalón previo al cielo.
Ahora, con el rocío alimentando esas mismas hojas, con el frescor de la mañana penetrando en la piel, mi mirada cargada de esperanza se pierde en lo más alto del cielo e intenta acariciar los cirros y atrapar aquel sueño infantil. Mientras tanto, los primeros rayos del sol juegan a atrapar a cada ser vivo de este pequeño jardín donde he rescatado este emocionado y sincero recuerdo.

He hablado de los árboles que tengo impresos en la memoria, de los que aún puedo posar la mirada, porque, según pasan los días, sus raíces y las mías se entremezclan hasta hacerme sentir que todos somos una parte más de este inimitable planeta al que debemos defender. Porque es mucha la belleza y la magia que en él hay, porque no tenemos un lugar igual donde respirar.