Marcos se sentía orgulloso de la educación que le estaba dando a su hijo. Era estricto sin llegar a la severidad, pero, sobre todo, era inflexible. Los resultados saltaban a la vista. Obediente, siempre llegaba a casa a la hora marcada, sin retrasarse un minuto, y muy buen estudiante; de hecho, era el que mejores notas sacaba de todo el instituto. Ni siquiera ahora, con catorce años, le había comprado un móvil, y su hijo jamás se lo había reclamado.

Marcos basaba su vida en la rutina. El niño en el colegio, su mujer en el supermercado y él desayunando en la cafetería de siempre mientras leía el periódico. Se lo podía permitir, sus inversiones iban viento en popa. Adoraba ese momento en el que leía el periódico. Lo devoraba. Una de sus secciones favoritas eran las cartas al director.

Un día, le llamó la atención el título de una de las cartas, “Carta abierta al dueño del cine de mi barrio”. Sonrió, nunca se había encontrado con algo tan llamativo y, por supuesto, la leyó. Decía así: “estimado dueño del cine del barrio, Dugi, le pido perdón por no decirle mi nombre, pero créame, es mucho mejor así. Mucho mejor para mí, claro. Tengo catorce años y lo que más me gusta en esta vida es ir al cine. Viendo películas me olvido de todos mis problemas. No tengo amigos. Mis padres creen que sí, pero no, yo les engaño para no verles tristes, sobre todo a mi madre. Como soy el que más nota saca pues me acosan por todos lados. Como tampoco tengo móvil pues más bicho raro soy en el instituto. Lo único que hago es estudiar. Al cine voy los sábados. Sueño con ese día porque es el más feliz de la semana, bueno, el único realmente feliz, salvo los momentos en los que estoy con mi madre, claro. El caso es que mis padres creen que los sábados salgo con los amigos, pero en realidad voy al cine. Solo. El problema es el horario del cine, y por eso le escribo. Las películas que quiero ver siempre empiezan a las ocho y mi padre me obliga a estar en casa a las  nueve y media. No vea cómo se pone si me retraso un minuto. Una vez me dejó un mes sin salir. Bueno, esa ha sido la única vez, no quiero que me vuelva a pasar. No se imagina lo que es estar un mes sin ir al cine. Lo peor es que me tengo que salir de la sala sin ver el final de las películas. Siempre me faltan los quince minutos del final, pero, entiéndalo, es que tengo que estar en casa a la hora que me ha dicho mi padre. Por eso, le pido si pudiera cambiar el horario de las proyecciones, no sé, retrasarlas unos veinte minutos. Media hora sería genial. No le molesto más. Muchas gracias por su comprensión”

Marcos tenía un nudo en la garganta. Era incapaz de tragar. Su rostro había quedado petrificado sobre aquellas palabras. Caminó toda esa mañana por el barrio. No almorzó, no cenó, no durmió.

El sábado, después del desayuno, se acercó al cuarto de su hijo. Por supuesto, estaba estudiando. Se quedó observándole unos minutos.

-Hijo- le llamó.

Su hijo se levantó raudo de la silla.

-¿Si, papá?

-He pensado que te estás haciendo mayor, y creo que a partir de ahora podrías llegar a casa a las diez y media de la noche.  Una hora más ¿Estás de acuerdo?

Tardó en responder. Sus ojos se humedecieron, el corazón parecía querer estallar. Se limitó a asentir tratando de disimular su emoción.

-Bien -dijo su padre, aunque sin sonreírle- Sigue con tus estudios.

Marcos hizo por irse pero se detuvo y se giró para hablar de nuevo a su hijo.

-Ah, una cosa más -el adolescente volvió a levantarse raudo de la silla- Si hoy, no sé, te apetece ir al cine, podríamos ir juntos los tres.