Cualquier nombre en cualquier lugar 

El balón, de cuero desgastado, tiene suelta alguna costura. Borroso, aún conserva desdibujado un grabado con el escudo del equipo de fútbol más famoso del mundo. Rueda entre pedruscos, restos rotos de cristales verdosos de alguna botella de vidrio y ramas secas. Es un puntapié de él lo que lo hizo rodar. Y él es … no importa el nombre: será Omar; tal vez, Juan; o Jon; puede ser que Hans; Ivan … Jean … Joao … qué más da.

Vuelve a golpearlo. Y el balón se eleva por la fuerza y avanza en el aire. Va a parar cerca de su amigo, que corre para cogerlo antes de que llegue otro de los que allí juegan. Entonces lo oyen. Se paran y miran al cielo. Entonces ven el remolino. Las aspas que mueven un enjambre de insectos con muerte y destrucción. Jinetes aéreos y monturas  se paran sobre el centro del poblado, sobre el mercado matinal, algo alejado de donde juegan. Huele a metal. En breve olerá igual que en la fiesta del sacrificio cuando padres, hermanos y primos se juntan para asar el cordero.

La pelota rueda sin que ya ninguno de esos niños vaya tras ella. Unas  voces femeninas suenan a sus espaldas. Ellos se han convertido en estatuas. Hipnotizados al ver la lluvia negra que aquellos aparatos lanzan sobre la gente que compra verduras o vende especias. Unas manos lo cogen. Lo envuelven en una toalla mojada. Lo llevan en brazos. Tropiezan y caen. Se levantan. Corren. Corren hasta llegar a la casa. Gritos y lamentos. Entran. 

En un rincón se acurrucan. Por encima del paño mojado, le besa. Está seguro con su madre. «No te preocupes por papá, estará escondido bajo el puesto de tomates, no le pasará nada», le dice cerrando unos ojos humedecidos. Y ese niño, que podría tener cualquier nombre, no ve aquellas lágrimas y la cree.

 

Cuando vuelve a rodar el balón sobre cascotes y piedras, solo ha pasado una semana. Ya no piensa que su madre le diga la verdad, ya está cansado de verla con las manos intentando parar la hemorragia acuosa de los ojos, no ha hecho otra cosa desde entonces. También lo hacen las otras madres. También sus tíos, su abuela. Todo el poblado grita y llora por la lluvia asesina. 

Sin lazos que lo recuerden, sin multitudinarias manifestaciones de dolor, se juntará con otros huérfanos y jugará al futbol con el odio soldado a las entrañas, con las preguntas que nadie le responde zumbando como un enjambre de mosquitos. Viajando a su lado en el tiempo igual que su sombra. 

La tierra que cubre esos muertos no le sirve para sepultar los recuerdos.

 

Golpea el cuero con una fuerza descomunal, las que le da el dolor que no comprende. Oye como otros gritan gol. Siente unos brazos que lo estrujan. Que lo levantan del suelo. Entonces lo vuelve a oír. Detrás de él. En su casa. Es distinto al anterior pero huele igual. No ve nada. Solo un silbido tan agudo que parece romperle los tímpanos y luego un estruendo de tierra precipitada, de ladrillos candentes que caen muy cerca de ellos, una gran humareda gris que busca el cielo con desesperación y algún pedazo de carne aún cubierta de ropa que su cabeza se niega a aceptar como humana. Todos vuelven a ser estatuas. Casi asume que la siguiente explosión los alcanzará. Ahora, antes de que la polvareda sea rasgada por la afilada sierra, lo ve. Es un punto oscuro. Un moscardón de cuyo aguijón no puede escapar.

Han lanzado el mortífero dardo  … no importa el nombre, esa vez serán: gringos, sirios, rusos, ingleses, iraníes, franceses, españoles, judíos, hindúes, árabes o cristianos. ¡Qué más da!. La siguiente bomba los matará, cómo la anterior lo hizo con su madre. 

Como cualquier bomba lo hace con toda la humanidad.

                  ***