El pájaro no estaba en la jaula. Fue lo primero que notó Julián cuando se levantó de su siesta vespertina. Su querido amigo, que siempre inundaba la sala con sus alegres trinos, no estaba, lo que hacía que la habitación se sumiese en un silencio tan cruel y profundo que le pareció hasta tenebroso. Arrastró los pies con dificultad, enfundados en sus zapatillas de cuadros aun estando en pleno verano, hasta acercarse a la pequeña jaula que había sido el hogar del ave hasta aquella misma mañana.

Lo encontró hacía cerca de un año, a punto de entrar en el anterior otoño, mientras paseaba por el campo. Nunca se interesó por conocer qué tipo de pájaro era y lo cierto era que le daba igual. No era más que una cría que apenas había aprendido a volar, con una patita lastimada. Lo recogió entre sus manos y sintió en ellas su calor, lo que le inundó de un sentimiento de ternura que hacía mucho tiempo que no sentía. Pensó que sería el compañero ideal para los largos días en soledad de su vejez y lo llevó consigo a casa.

Durante los primeros días, llegó a albergar serias dudas de que el pequeño sobreviviera sin el cuidado de su madre, pero en un par de semanas ya se había acostumbrado a su nuevo hogar y creció alegre y vivaracho. A Julián le encantaba despertar cada mañana con los animados trinos de su nuevo compañero, que le avisaba puntualmente de la llegada de un nuevo día. La mayor parte de su tiempo estaba dedicada al pequeño pájaro, que había acomodado en una jaula antigua que encontró, no sin esfuerzo, en el desván. Había pertenecido a sus padres. Desde entonces, los días de Julián habían cambiado ligeramente de color, gracias a la compañía del animalito.

Ahora, casi un año después, se encontraba con la jaula vacía. Un trozo de manzana mordisqueada era el único recuerdo que permanecía, impasible, del paso del pajarito por aquella casa. Podía sentir incluso el eco de sus propias pisadas en el silencio que proporcionaba el vacío. La puerta de la jaula estaba entreabierta y Julián hizo un mohín. Ya eran varias las veces que le había encontrado intentando abrirla con su patita, pero jamás se hubiese imaginado que el pájaro lograse abrirla. Al parecer, así había sido. Una vez superado ese obstáculo, su huida al exterior por las ventanas abiertas debido al calor veraniego era alarmantemente sencilla.

Julián sintió cómo la soledad se apoderaba de nuevo de su vida y una gran ansiedad comenzó a embargarle. Partió desde su estómago para llegar a instalarse en pleno centro de su pecho. A duras penas, consiguió acercarse hasta la ventana de la cocina, la más amplia de la casa, con la intención de buscar algún retazo de brisa que le reconfortase de aquel dolor tan profundo que había comenzado a sentir en el pecho y que se extendía a lo largo de su brazo izquierdo. Llegó a tiempo de ver a su hasta entonces fiel compañero posando alegremente sobre una de las más pequeñas ramas del gran roble que había en el patio, para después emprender el vuelo en libertad.

Al tiempo de la partida de su amigo, el alma de Julián voló, por fin, también libre, para abandonar la tediosa soledad y reencontrarse con su amada, que le estaba esperando en algún lugar del universo con una sonrisa en el rostro.