Me largué de casa hace veinte años. Tampoco he vuelto a ver el mar desde entonces.

Vivíamos muy cerca de la costa Brava, a menos de media hora en coche. Nos sentíamos unos auténticos privilegiados pudiéndolo tener todo. Yo trabajaba como editora decidiendo que libros se publicaban en esos momentos y cuales no: este libro sirve, este otro es una mierda, no me gusta este título o, ¿cómo ha podido fulanito escribir esta saga después de que su primer libro fuera un auténtico best seller? ¿siendo el número uno en ventas? Yo llevaba la batuta, era la reina, la que estaba encima de la cúspide de la pirámide. Mi marido era un reconocido dentista y luego estaba nuestro hijo de tres años que se llamaba Juan.

Aquella mañana de sábado quisimos salir temprano para aprovechar bien el día. Juan aún dormía y fui yo la que lo acomodé en la sillita del coche con cuidado para que no despertara. Queríamos ser los primeros en llegar a la playa para descansar, bañarnos con Juan y luego a mediodía ir al chiringuito a comer una paella de marisco con un vino blanco bien fresco. Regresar a la playa y recostarnos los tres para dormitar hasta la caía del sol. Luego, volver a casa cansados pero contentos de haber pasado un fabuloso sábado en familia.

Aquel día el mar estaba revuelto. Las olas se rompían en la arena con furia. Tantas, que por tres veces me quedé sin la parte de arriba del biquini. Le pedí a mi marido que se ocupara de Juan, que quería leer un poco y fumarme un cigarro tranquila. Juan no sabía nadar pero llevaba unos manguitos que se ajustaban a sus regordetes brazos al igual que una lapa y, además estaba en la orilla con su padre. Realmente no sabría decir si llegué a avanzar algo en la lectura de mi novela o no. Si le di una calada a mi cigarro o por el contrario no llegué a prender la llama. Solo logré escuchar los gritos de las pocas personas que estaban a mi alrededor.

Me fui de mi casa hace veinte años porque aquella mañana de sábado mi hijo murió ahogado en la playa. Juan estaba cerca de la orilla con su padre. Una ola hizo que le fallaran las piernas y cayera al suelo y, sus gafas de ver — las llevaba puestas— terminaran arrastradas por la corriente. Vino otra ola que no vio porque estaba buceando buscando sus gafas de culo de vaso. La otra ola le dio la vuelta al cuerpo de Juan quedando su cabeza completamente boca abajo.

No quería volver a ver el mar y tampoco a mi marido. Me recluí en una vieja casa que conseguí alquilar a precio de saldo muy cerca de los Monegros donde todo era un desierto y donde no había nada. Tan solo me llevé mis libros y una foto de de mi hijo. Mi marido me suplicó que no me marchara, que había sido un accidente. Yo solo le respondí que Juan ya no estaba.

Dejé mi trabajo. Vivía con lo justo. Había días que no comía. Me sentía mínimamente reconfortada en mitad de aquel lugar donde nadie invadía ni mi espacio físico y tampoco el mental. Podía estar días sin ducharme. Sin lavarme el pelo ni los dientes. De todas las maneras, estaba muerta en vida.

Una mañana, recibí una carta en manos de un cartero que iba montado en bicicleta—era la primera vez que alguien pisaba el umbral de mi puerta en veinte años—.

La carta era de la administración y, explicaba que mi marido—no nos habíamos divorciado legalmente—había fallecido. Que yo era la única heredera y que debía de personarme en una fecha y en un lugar.

El día que regresé a la que había sido mi casa era un día de noviembre. Abrí la puerta y encendí la luz, después la apagué. Volví a encenderla ya sabiendo lo que iba a encontrarme. Estaban todas las paredes forradas de fotos de Juan y mías. Las estanterías estaban a rebosar de los cuentos infantiles y juguetes de nuestro hijo. Fui al que había sido nuestro dormitorio y abrí el armario; seguía todo idéntico. Mi ropa de hacía veinte años que dejé ahí abandonada continuaba colgada en las perchas de fieltro. Fui al cuarto de baño y tieso como el cartón estaba mi albornoz . Dentro de uno de los armarios: un bote de crema para la cara, bandas depilatorias, mi pinta uñas de color rojo. Como si no hubiera pasado la vida. Todo seguía igual. La casa a la que había vuelto al cabo de veinte años no había cambiado absolutamente nada. Sin embargo, por muy llena que estuviera aquella casa, yo me sentía vacía.

Fin.

Esmeralda Egea