En una ciudad, hace mucho tiempo atrás, el fantasma de una joven se presentaba todos los años, en la misma fecha y a la misma hora en el castillo Ronfot para entregarse a su amado.
El edificio funcionaba por aquel entonces como hospedaje para personas de la realeza que visitaban la ciudad. También para la realización de ceremonias faraónicas y de gran relevancia donde acudían los nobles y personas de la misma clase.
La dama, subyugada por el amor que nunca pudo expresar, lograba adentrarse en la habitación del castillo donde un día iba a amar a su prometido. Sucedió que el joven en el preciso momento íntimo del acercamiento de los cuerpos, se desvaneció y cayó al suelo con el corazón frío, el cual envuelto por el infortunio no reaccionó nunca más. Ella aquejada por el sufrimiento del horrible deceso, a los tres meses consecutivos, tras vanos intentos de superar la pérdida, enfermó y murió naturalmente célibe.
Su espíritu se presentaba siempre en la fecha en que su amado murió, para poder concluir lo que nunca jamás pudo en vida en aquella habitación. Y el hombre desafortunado que se encontraba alojado en esa habitación justo ese mismo día, no volvía a ver la luz del día nunca más. Eso frustraba aún más los caprichos y deseos póstumos de amar de la joven difunta.
Una noche, en la fecha de aparición de la damisela, un joven extranjero se hospedaba en el aposento de la muerte. Mientras tanto, en el salón más grande del castillo, acontecía una emblemática fiesta de disfraces típica de aquella época, en donde acudió la realeza, la nobleza y los vecinos más acaudalados. El lugar era solo música, baile y alegría.
En la habitación, alejado de todo, y un tanto amargado, se hallaba el muchacho, con una personalidad solapada y envuelta en desazón. Se encontraba en un estado de meditación y sosiego en la inminente llegada de la joven fantasma. Con una pluma en la mano, intentaba expresar sobre muchos papeles los acontecimientos que lo habían socavado en años anteriores.
Cuando la imagen mortífera se le personificó en el lugar, el joven la observó sin que su templanza fuera embotada ni su rostro quedara lívido. Perpetuó su mirada en ella durante unos minutos y al fin habló:
-¿Quién eres? ¿Qué se te ofrece? -le preguntó con calma.
Ella sorprendida por la actitud desafiante y la gran apatía del mortal, se acercó a él muy despacio y quiso tocarlo, pero el joven se precipitó hacia la puerta y se quedó allí preguntándole nuevamente:
-¿Quién eres? ¿Qué quieres? -ahora con un tono confuso.
La damisela fijó su mirada en él y le dijo:
-He venido desde muy lejos, desde el lugar más recóndito del abismo para amar y ser amada.
El joven sardónicamente le dijo que era imposible, ya que él estaba vivo y ella muerta. Esto, produjo en ella una gran tristeza y se echó a llorar, aunque no derramaba ninguna lágrima. Cuando paró de hacerlo, le hizo saber al joven que él fue el único hombre con el que pudo hablar estando muerta, pues todos los demás habían muerto al verla. El muchacho compadeció de la difunta y se acercó a ella cautelosamente con la tentativa de abrazarla, pero sus cuerpos no se tocaron y él la traspasó sintiendo solamente un frío aire. Ambos quedaron en silencio y de espaldas.
Pasaron unos minutos y se voltearon y se miraron directamente a los ojos. Él nunca había visto unos ojos tan extraños y ambivalentes entre lo hermoso y lo terrorífico, y ella jamás había visto unos ojos mortales que la miren con tanto amor. El ambiente se tornó helado y aún se oía la música de la fiesta que provenía de abajo.
El joven se sentó en su cama y contempló a aquella damisela que se le había presentado esa noche tan absurda y tétrica para él. Su amargura se había disipado y al fin pudo esbozar una sonrisa. En eso le indagó:
-¿Por qué te apareces a mí?
Y ella lo iluminó con su historia y todas las veces que se presentó en el castillo en vanos deseos de amar. Él se conmovió por lo relatado y cada segundo se admiraba más y más de su belleza celestial y esa noche terminó conociendo y sintiendo lo que jamás había logrado sentir: amor. Cansado de llevar una vida insípida cargada de trivialidades en un mundo donde nunca pudo descubrir sus verdaderos deseos y sentimientos, donde toda aventura se le era negada y su corazón estaba a punto de endurecerse, deseó irse con ella a aquel lugar recóndito del abismo de donde ella había dicho que provenía.
Ya no oía la música del lugar, ni respiraba el aire que los rodeaba. Su corazón latió firme al acercarse a ella. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido y todo alrededor fue blanco y majestuoso. El último paso que dio el mortal fue para apoyar sus labios tibios sobre los helados de la bella dama. De nuevo el aire comenzó a funcionar y sopló una ráfaga implacable entrecruzándose en ellos. Y de pronto esbozaron ambos una sonrisa que brilló en toda la habitación al mismo tiempo que se veían a los ojos con el amor más puro y verdadero que no podría existir en el orbe terrestre. Ella al fin iba a poder amar y ser amada. Él no había elegido aquel destino; aquel destino lo eligió a él. Y aquella hermosa dama, aquel fantasma en la tierra, le hizo conocer el amor, ese amor que ninguna mortal le hizo sentir jamás.
Contemplándose mutuamente, al fin pudieron tomarse de las manos y el luminoso blanco desaparecía lentamente de la habitación como ellos lo hicieron también.