Marcos nunca había destacado en nada. Ya desde pequeño había sido uno de esos niños que pasan inadvertidos, con un expediente académico mediocre, floja preparación física, por lo que tampoco había ningún deporte en el que pudiera competir con sus compañeros, y un rostro de lo más común. Pasó por la universidad como quien pasa de soslayo, entreteniéndose más de la cuenta en las cañas de la cafetería, con unas calificaciones ajustadas que, a día de hoy, lo único que le permiten es tener un título que cuelga torcido en una de las paredes de su sala de estar.
Su flamante título universitario en una ingeniería elegida al azar nunca le supuso una oportunidad para encontrar un trabajo acorde con el mismo. Al contrario, malvivía a base de trabajos precarios y por horas que le iban surgiendo de manera temporal. Con cuarenta y cinco años largamente cumplidos, una esposa dedicada al cuidado de sus cuatro hijos y una madre enferma que convivía con ellos en un humilde piso de alquiler en el extrarradio, Marcos tenía que hacer verdaderos malabares para que su escasa estabilidad económica les permitiera, al menos, tener un plato de comida caliente que llevarse a la boca.
El destino, el azar, el karma o como queráis llamarlo, quiso poner a Marcos ante uno de los muchos empleos que en ocasiones había realizado: ser figurante en una película. Pero en esta ocasión, gracias a su amistad forjada a través de los años con el director de una importante agencia de publicidad, al que siempre acudía en súplica de un nuevo empleo, su papel no se limitaba a permanecer entre la multitud o pasar caminando en algún fondo de escena. Esta vez tenía un papel, pequeño, con poco diálogo, pero en torno al que giraba gran parte del argumento de lo que acabaría convirtiéndose en una gran producción a nivel nacional.
Aquel modesto papel, en el que el mayor esfuerzo que tuvo que hacer fue aprenderse las dos frases de su guión y comportarse como venía siendo él mismo durante toda su vida, fue considerado como una interpretación estrella por parte del gran público. De manera que Marcos, sin comerlo ni beberlo, se encontró con sendas nominaciones en los Premios Goya como mejor actor de reparto y mejor actor revelación.
Aprisionado en un traje un par de tallas menor a la suya, el mismo con el que se había dirigido al altar hacía un par de décadas, y haciendo un gran esfuerzo por soportar aquella asfixiante corbata que no se ponía desde aquel bendito día, Marcos se encontraba sentado, junto con su amigo de la agencia, en una de las butacas rojas de aquel inmenso salón donde grandes figuras mediáticas otorgaban los premios. Apabullado ante la situación, se hundía cada vez más en el suave terciopelo de su asiento, incómodo ante aquella atención que recibía y que había tratado de evitar durante toda su vida.
Sus piernas temblaban cual flanes mientras caminaba hacia aquel inmenso escenario después de haber sido nombrado ganador de aquel famoso premio. Lo recogió con manos trémulas y, acercándose al micrófono, el discurso que llevaba semanas ensayando se perdió en el olvido de uno de los recovecos de su obtusa mente. Al notar el rubor que se iba instalando de manera cada vez más intensa en sus regordetas mejillas, hizo lo mejor que se le daba hacer: ser él mismo. Su cuerpo se arremolinó en forma de ovillo, con la cabeza gacha y una tiritona impresionante bailándole alrededor del cuerpo. Abrazado a su premio, esbozó un tímido «gracias» al micrófono y emprendió la huida por el suelo enmoquetado del salón.
El público, tras un primer instante de conmoción, interpretó aquel gesto como otra magistral actuación del papel que había representado en la obra y prorrumpió en sonoros aplausos y vítores hacia Marcos. Este, sorprendido, inició una huida por la puerta principal, buscando la paz y el sosiego de su familia, maldiciendo el momento en que aceptó aquel papel. Las grandes carcajadas del público y demás actores nominados seguían resonando a sus espaldas, en una interpretación de aquella huida como parte de una actuación premeditada.
Desde aquel día, a Marcos le llovieron ofertas de trabajo como actor en innumerables obras cinematográficas y series televisivas, que él se limitaba a arrojar a la basura mientras dividía en montones los panfletos publicitarios que debía buzonear al día siguiente. La maldita estatuilla le miraba desafiante desde el lugar más privilegiado de la estantería de su salón, como un recuerdo aciago de aquella insoportable noche.