Clap ( segunda parte de tres)
Con el paso de los días, Clap, falto de comida y de agua, empezó a emitir a cualquier hora unos quejidos parecidos al lloro de un bebé. No solo los ladridos se estaban volviendo insoportables, sino que cuando el perro muriera por inanición, recapacité, el olor a putrefacción se convertiría en horroroso.
Cualquier obsesión se agrava cuando las horas del día pasan tan lentas como en aquellos momentos. Mucho más, cuando ni subiendo el volumen del televisor consigues dejar de oír el origen de tu desazón.
No necesité pensarlo mucho, descolgué el teléfono y marqué el número de la perrera municipal. Fue inútil, nadie atendía las llamadas. Supuse que, como la mayoría de trabajos no esenciales, el servicio habría quedado suspendido temporalmente. Lo intenté con otras oficinas del ayuntamiento, pero obtuve parecido resultado: líneas saturadas de forma permanente o sin respuesta por más que la señal de llamada sonara.
Mi frustración, y por consiguiente la desesperación, estaban a punto de volverme loco hasta que comprendí que si se le hacía llegar a Clap comida y agua, el problema se paliaría. Me puse en contacto con los bomberos, ellos eran especialistas en entrar en domicilios, pero cuando les expliqué lo que ocurría no quisieron saber nada; ni era su competencia ni podían tirar la puerta abajo de una casa en el que las llamas no estuvieran del otro lado. Aunque tuvieran las ventanas abiertas de par en par, me dijo el bombero con el que hablé, ellos no podían entrar sin autorización en las viviendas, menos aún para dar de comer a una mascota.
Aquellas palabras hicieron que se me encendiera una luz. Nada más terminar la conversación fui a la cocina, la casa del señor Tomás daba al mismo patio trasero que la mía. Por fortuna, una de sus ventanas parecía estar entreabierta. Desde mi piso sería imposible acceder o hacer que la comida llegara, pero no si conseguía llegar hasta lo que parecía ser uno de los ventanales del rellano que había en la escalera del edificio contiguo.
Esperé a la medianoche para que nadie sospechara sobre mis intenciones. Bajar la basura al contenedor me pareció la mejor coartada aunque no tuviera una explicación convincente del porqué llevaba dentro de la mochila una botella de agua, varias salchichas intactas y unos cuantos trozos de pan recién cortado. Fue sencillo traspasar la entrada, el portal carecía de cerradura. Más difícil fue sortear el estrechamiento provocado por las vigas de la fachada que apenas dejaban espacio para pasar. Ya en el interior, la escalera de madera crujía con cada pisada, menos mal que no había vecinos. Una vez en el piso del señor Tomás, por si acaso, llamé varias veces al timbre, lo que hizo que Clap comenzara a ladrar sin parar. De inmediato, me arrepentí de haber ido hasta allí. Debía haberme vuelto majareta; yo, que era incapaz de infringir la ley, estaba a punto de hacerlo y, peor todavía, a un tris de que toda la calle supiera de mi salida por culpa de aquel animal escandaloso al que intentaba alimentar.
No podía perder ni un minuto en acallarlo. Sin pensarlo, abrí la ventana del rellano y, con la angustia como si fuera una soga en el cuello, saqué medio cuerpo al vacío. Temblando, alargué el brazo para abrir del todo la hoja de la ventana del señor Tomás y, con la otra mano, fui lanzando por el hueco que acababa de abrir la comida más la bebida, una vez desenroscado el tapón. Los ladridos cesaron y, en cuanto se agotaron las provisiones, igual que si huyera del escenario de un crimen, regresé a la carrera a mi casa.
El silencio volvió a reinar en la casa del señor Tomás, quitando el acompañamiento a los aplausos de las ocho que Clap nunca se saltaba. La paz duró unos pocos días. Los que tardó el perro en acabar con la comida y el agua.
Me vi forzado a repetir la excursión varias veces. En todas ellas, Clap solo callaba cuando empezaba a caerle el ‘maná’ desde la ventana, aunque yo creo que me olfateaba desde que pisaba la calle. El escándalo era mayúsculo pareciendo que lloros y ladridos estuvieran provocados por ser descuartizado. Alguien acabaría por llamar a la policía y a mí me detendrían. Total, que ya no pude dejar ni un solo día sin acudir a alimentarlo. O mejor sería decir que todas las noches Clap reclamaba mi visita, más allá de si le llegaba agua o los restos de comidas y cenas. El perro no solo gozaba de un magnífico olfato, también de memoria de elefante y, cuando comprendía que llegaba la medianoche, iniciaba su concierto de ladridos. Un concierto que solo suspendía al escuchar mis pasos subiendo la escalera. Las visitas hasta la puerta del vecino se fueron convirtiendo en parte de mi rutina diaria.
Estaba desesperado. Con la idea de acabar para siempre con las excursiones nocturnas, volví a intentarlo con la perrera y con todos los teléfonos del ayuntamiento, pero sin éxito.
No sabía qué hacer cuando vi a un coche de la policía municipal y otro del ayuntamiento aparcando frente al portal del señor Tomás. Me puse una mascarilla y bajé a su encuentro. Si era necesario firmar una denuncia por excesivo ruido nocturno, lo haría. Estaba convencido de que ellos me escucharían y mi problema se resolvería para siempre.
Uno de los policías me dijo que venían a desinfectar la vivienda y las escaleras dado que el señor Tomás -el vecino del tercero lo llamó el policía- había fallecido por coronavirus.
—Estupendo, quiero decir… lo siento… —fue lo primero que solté viendo como el policía abría mucho los ojos.
Intentando arreglar mi poco tacto, de inmediato añadí:
—¿Se llevarán al perro que vivía con él? el pobre animal no hace nada más que ladrar y llorar.
El policía torció el gesto y volviéndose hacia los operarios municipales les gritó:
—No saquéis los fumigadores, al parecer hay un perro… —y, a continuación, dirigiéndose a mí— …me temo que no será posible llevar a cabo hoy la desinfección, avisaremos a la perrera y, en cuanto recojan al perro para desinfectarlo, volveremos. Con un animal dentro no se puede limpiar.
Noté que mi cara se enrojecía y que las lágrimas parecían querer salir. El gesto debió confundir al policía porque dijo:
—No se preocupe, en la perrera no dan abasto. En cuanto ellos lo limpien, se lo podría quedar.
Fui incapaz de despegar los labios para contarle la verdad de mis sentimientos al policía, cuya sagacidad era más que dudosa. Lo contrario a su verborrea porque se me acercó al oído, como si fuera a confesarme algo, y sentenció:
—Ya que la epidemia está diezmando a nuestros ancianos, al menos que sus mascotas no tengan que ser sacrificadas. No se crea, el ayuntamiento se lo agradecerá y el perro… ni le cuento.
—Lleva usted toda la razón —respondí mientras que él me sonreía y yo iniciaba la vuelta hacia mi casa.
Por el camino, las mejillas me ardían. A la pesadilla de los ladridos, ahora se sumaba otra: la escalera, el descansillo y la puerta del señor Tomás estaban contaminadas por el virus. Un virus que yo había estado respirando por culpa de aquel perro alborotador. Derecho fui al baño a lavarme las manos, lo que repetí ese día en no pocas ocasiones.
A la noche, Clap estuvo gimiendo y dando pequeños ladridos hasta bien entrada la madrugada. Tampoco yo pude conciliar el sueño.
Veinticuatro horas más tarde, antes de que el perro comenzara a reclamarme, estaba una vez más dejando medio cuerpo suspendido en el vacío mientras le lanzaba la comida por la ventana. Eso sí, pertrechado de mascarilla y guantes. Nada más quedarme sin comida, fui hasta la puerta del señor Tomás para pegar la oreja en ella. No había escuchado casi ningún ladrido y no sabía qué ocurría dentro de la casa. ¡Aquel perro era muy listo! Por la rapidez de sus pisadas deduje que acudía a la carrera hasta la entrada. Pero, a partir de ese instante, me costó imaginarme qué hacía. Yo creo que daba lametones a la puerta. Entonces, me senté y, apoyando la espalda contra la pared, me dirigí al perro en voz alta rogándole que dejara de montar un escándalo cada noche. Además, le prometí no volver a faltar a mi cita hasta que los de la perrera no vinieran a por él. Sin embargo, fui incapaz de confesarle la muerte de su amo.
( continuará)