Enrique, antes de dejarse abrazar  por su sillón de piel favorito, tropezó con la Barbie que Carla había abandonado sobre la alfombra. Los minutos que pasaba solo en el salón, alumbrado únicamente por luces del equipo de música y bebiendo té, eran lo mejor al acabar el día. Ni su hija, durmiendo tras otro día de juegos y carreras, le volvería a reclamar con el habitual «Papi, mira esto o dime lo otro» ni tampoco Nuria saldría ya del dormitorio, ocupada en desmaquillarse y aplicarse la pila de cremas que tenía en el baño. 

Las manos de Enrique ajustaron el volumen de los auriculares según escuchaba las primeras notas del Réquiem de Mozart. Unas ondas cálidas y agradables fluyeron al ritmo del adagio por su cuerpo. Después de dar un sorbo a la taza, respiró profundamente. Los latidos del corazón eran cada vez más y más lentos. Sí, tenía todo cuanto quería, se dijo. Fue providencial recibir la herencia de papá nada más acabar la carrera y poder abrir la clínica de ortodoncia. Después vino la boda con Nuria; al año  el nacimiento de Carla, una niña preciosa de ojos oscuros como los suyos. Este curso había ya empezado a ir al colegio y él era el encargado de llevarla y luego de recogerla. Nuria trabajaba como directora de una empresa de publicidad en internet  montada con los beneficios de la clínica. Solo hacía unos meses que vivían en el chalet de la Moraleja. Los  tres eran muy felices y, lo mejor, es que Enrique seguía  enamoradísimo de Nuria. Por ella y por Carla daría la vida si fuera necesario. Pacientes y amigos se lo escuchaban decir cada día. 

Dio otro sorbo al té cuando empezó el Allegro. En ese instante, el  ruido de un motor le sobresaltó. Se parecía al que hace una hélice, pensó. Se retiró los  cascos y puso atención. Tal vez fuera un helicóptero volando cerca de los tejados. Se estremeció  imaginando al de la policía persiguiendo algún malhechor. No quiso darle más importancia y volvió a dejar que Mozart fuera el acompañamiento a sus pensamientos. 

Sin embargo, aquel ruido se imponía al de la música y no conseguía abstraerse. Como si un moscardón molesto zumbara dentro de su cabeza. 

Se removió en el sillón un par de veces sin encontrarse cómodo hasta que no pudo más. De un manotazo, se quitó los auriculares y fue hacia el ventanal acristalado. Un ventanal que abarcaba toda una larga pared y por el que se salía al jardín. Sin encender ninguna luz, descorrió un poco las cortinas y miró a la pradera y la piscina. Deben tener acorralado al criminal, y debe estar muy cerca, pensó mientras un escalofrío cruzaba por su espalda. El ruido aquel era cada vez más estruendoso. Hizo ademán de salir afuera, iban a  despertar a Carla, cuando un pequeño foco alumbró el borde de la piscina. 

El miedo se apoderaba de Enrique por momentos ¿Y si el delincuente está en mi parcela?  No, mejor no me moveré de aquí, lo que buscan debe estar cerca, se dijo. Temblaba y acabó por cubrirse del todo con la cortina. Apenas si lograba ver por una pequeña rendija de la tela. La luz se fue haciendo por segundos más grande hasta que el círculo abarcó el jardín al completo. 

Parecía de día. Enrique estaba aterrorizado pero esa luz lo atraía sin él quererlo. Descorrió las cortinas y abrió la hoja del ventanal para poder descubrir de dónde venía tal torrente lumínico. Al levantar la cabeza lo vio. Una enorme masa metálica, ovalada como si fuera un gigantesco obús, brillante pero muy oscura, destacaba por encima de las farolas de la calle.

Enrique sudaba y tiritaba a la vez. Con mucha dificultad, dio un paso atrás pero sintió que sus piernas eran de gelatina y que tenía todos los músculos agarrotados. Se  sujetó a las cortinas con las dos manos, igual que lo haría un náufrago con un salvavidas. Cualquier palabra o grito que intentara salir de su boca se deshacía como si fuera humo antes de llegar a la garganta. Sus pies estaban imantados al suelo, sus ojos a lo que ocurría al exterior.

El objeto ovalado fue descendiendo muy lentamente hasta situarse a unos centímetros de la hierba. De repente, se apagó el foco pero otro igual de intenso salió de uno de los costados. Apuntaba al lateral de la casa centrándose en la puerta de la cocina por la que se accedía al jardín. Solo unos segundos después, Enrique vio a Nuria abandonando la vivienda y siguiendo el haz que trazaba el segundo foco. Iba descalza y llevaba puesto el pijama de ositos. Intentó llamarla, era inútil. La boca de Enrique, como el resto del cuerpo, parecían tan falta de vida como si fuera la de una estatua. Cuando la mujer estuvo al lado  del origen del foco, este se apagó y, de repente, el exterior se  quedó a oscuras. 

No tardó mucho en aparecer un tercer haz  lateral apuntando al ventanal del salón. Enrique quiso salir corriendo y pedir ayuda a Nuria, a la que ya no veía por ninguna parte, o a los vecinos, pero ya no era dueño de sus músculos. 

Cerró los ojos, el único movimiento que pudo hacer, y, al abrirlos, vio  la espalda de un hombre caminando por el torrente de luz. Aquella persona llevaba unos vaqueros y un polo que le eran familiares. Sí, era su ropa, era él mismo, o un cuerpo con su apariencia, ya que sin duda el verdadero Enrique se encontraba tras los ventanales del salón. Cuando aquel clon, o lo que fuera, estuvo a un paso de aquella cosa metálica, de nuevo el foco se apagó. La oscuridad volvió a reinar por el jardín.

Enrique sintió el frío del cristal sobre su frente. Estaba mareado y confuso. ¿Qué hacía frente al ventanal? Poco a poco, como si despertara de un largo sueño, empezó a recordar qué hacía mirando afuera. Había escuchado un ruido extraño y, por eso tuvo que levantarse del sillón. Pero por el jardín o la piscina no se veía nada. El ruido ya había desaparecido. Las estrellas más brillantes destacaban en el cielo. Miró de nuevo hacia la parcela y, de ahí, al sillón, del que estaba convencido haberse levantado tan solo unos segundos antes. Se restregó los ojos un par de veces ya que sentía un ligero escozor. No le duró mucho y Enrique regresó al paraíso que era su música y su sillón. Nada más sentarse, ni se acordaba del mareo ni de las molestias en los ojos. Aquel ruido extraño quedó diluido en su cerebro para siempre.

Volvió a colocarse los auriculares, no había detenido la reproducción y ya estaba sonando el ‘andante N.5’ la penúltima parte del Requiem. De nuevo, se sumergió en sus logros, en el Porsche Panemera que esta semana le entregarían, a la vez que llevaba la taza de té a sus labios. A punto estuvo de escupirlo, estaba helado y a él le gustaba humeante.

Nuria apareció instantes después. Llevaba un camisón de satén granate. Se había recogido el pelo dejando el cuello al aire. A Enrique le sorprendió que el pelo negro de Nuria brillara más que nunca. 

—Carla cayó rendida enseguida. Y yo casi también… con este silencio… pero, amor mío,  sabes que estoy en los días fértiles. Si no aprovechamos, el varón que quieres, bueno que queremos, nunca vendrá. Cariño, tengo celos de Mozart —dijo Nuria al mismo tiempo que se sentaba sobre Enrique y le besaba en los labios.

Nueve meses más tarde, Enrique abrió la cuarta clínica propia y su mujer alumbró un niño de ojos muy azules y de pelo rubio. A Enrique no le convencía el nombre que Nuria se empeñó en ponerle. Cansado de preguntarle por los motivos, y que Nuria solo le confesara que había soñado el nombre pero que era de origen celta y que significaba  ‘luz’, Enrique cedió. El niño se llamaría Luan. Un niño que haría muy felices a sus padres y a toda la humanidad.

                                                           ****