( primera parte)

La ejecución pública ha congregado a medio Madrid en la Plaza de la Cebada. El bullicioso mercado allí situado, hoy no lo es tanto. «Patatas nuevas a céntimo», vocea con eco una vendedora apresurada por regresar a su pueblo. Mientras tanto, los puestos de tocino y chacinas se encuentran todavía cubiertos por lonas y con los encargados mezclados entre la multitud que ahora dirige su atención hacia el otro extremo de la explanada. 

Todo ese gentío, que apenas ha permitido un pasillo por el que alguaciles, confesor, verdugo y reo han podido pasar hasta el cadalso, deja escuchar un zumbido contenido, algo muy parecido al rumor de una ola producido por los cuchicheos de unos y otros. 

El condenado sube los peldaños de madera con lentitud, mirando hacia el suelo y con las cuentas de madera del rosario entre las manos. El patíbulo está situado a un costado de la Fuente de la Abundancia, por la que cada uno de sus cuatro caños casi no sale agua. Más arriba, se encuentra la calle Toledo con la iglesia de San Isidro, sitio en el que hace poco más de un lustro ocurrió la refriega contra el invasor francés. Entonces, un niño de solo once años se enfrentó a los mamelucos y de un tajo le arrebataron la vida. En poco menos de una hora, un religioso, el padre Sanvítores, morirá ahorcado en nombre del rey Fernando VII. Empiezan a caer algunas gotas de lluvia que ensucian el empedrado, es una mañana gris de agosto a la vez que muy calurosa.

El redoble de tambor avisa de la proximidad de la ejecución para que, a continuación, el alguacil lea la sentencia. Tras haber engolado la voz, cuando finaliza con «yo, el rey», levanta la vista del pergamino y, mirando al verdugo, asiente una sola vez indicándole que puede comenzar. Entre Credos y Miserere Mei el confesor impone sus manos sobre la cabeza de Sanvítores, que aun con la condición de clérigo retirada solo hace unos días por el arzobispo, confesó y comulgó al amanecer en prisión antes que lo trasladaran hasta aquel lugar. 

Absorto en sus propios rezos, Sanvitores termina la última decena, besa el pequeño crucifijo de plata y dirige los ojos hacia el cielo. Pero no ve la viga de madera de la que penden cuerda y soga, no siente las manos del ejecutor sobre sus hombros, ni tan siquiera cómo este intenta colocarle el capuz negro. En su retina, ocupando todo el cerebro, se encuentra la imagen de ella, de Josefa, su amante, con la que sabe pronto se reunirá. Se encuentra tranquilo, está en gracia de Dios igual que ella antes de morir, y sus almas podrán estar juntas en la eternidad acogidos por el Padre Supremo.

La lluvia se vuelve intensa, son goterones cargados de barro los que acompañan el último aliento del ajusticiado.

(Continuará)


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)