Rodríguez, ordenanza desde hace dieciocho años, llega al Ministerio  media hora antes de su hora de entrada. Mientras aguarda en el cuarto de taquillas a que den las ocho, marca la raya al pantalón y se afana en sacar brillo a las charreteras doradas de los puños. Hacer que el uniforme diario parezca de gala es tan importante como llevar a tiempo el café al subdirector general, o que el interminable viaje de los porta-firmas concluya con éxito, pero sobre todo es intentar diferenciarse de Gómez, el otro ordenanza de esa misma subdirección, de igual edad y antigüedad. 

Este aplica un método algo diferente a la hora de lucir mejor que Rodríguez, transportar cada día el traje hasta su casa donde la mujer se encarga de plancharlo y lustrarlo. Pero no solo compiten en el aspecto exterior, también lo hacen por anticipar el resumen de prensa, en acaparar el traslado de expedientes o, simplemente, en acudir el primero cuando se les requiere. 

Se conocen desde niños. Gómez, Ricardito, vivía en el primer piso y Rodriguez, Suso, en el tercero de ese edificio. Fueron juntos al mismo colegio, luego al mismo instituto y estudiaron las oposiciones en la misma academia, aunque apenas hayan cruzado un par de palabras en toda su vida. Nunca fueron amigos. En los partidos de futbol siempre jugaron en equipos contrarios; si se organizaba una pelea entre la chiquillería, cada uno se apuntaba a un bando diferente. A la vez, los dos dejaron  crecer pelusilla de lo que llamaron bigote y quisieron ser novios de la vecina del segundo, que los dejó plantados por un adolescente de  otro barrio. Gómez y Rodriguez se sacarían los ojos si los dejasen, como hicieron sus padres o sus abuelos cuando vivían en el pueblo del que salieron. 

Aunque ya ninguno de los dos recuerde por qué viven enfrentados, no por eso van a abandonar el campo de batalla sobre el que han construido el rencor con el que rellenan las ocho horas que pasan juntos sin dirigirse la palabra. 

Un interminable pasillo, tan ancho como una autopista de tres carriles, y que década tras década ha convertido el blanco de las paredes en gris, acoge las mesas de madera de pino y con un solo cajón. Dentro de la suya, Rodríguez acaba de guardar un envoltorio vacío de caramelos mentolados. También es donde Gómez oculta la libreta en la que apunta los agravios de su compañero. Pareciendo los extremos de un cuadrilátero, los escritorios están situados uno enfrente del otro a cada lado de la grandísima puerta doble de madera que da paso al antedespacho ocupado por las secretarias. También, como cada día desde que aprobaron la oposición y obtuvieron idéntico destino, sus miradas cargadas de resentimiento se han desafiado. Casi al unísono, bajan la cabeza al escuchar el eco de unos pasos. Se dejarían arrancar la piel a tiras antes de que el subdirector descubriera el fuego que  mutuamente se lanzan al mirarse así.

También esa mañana hay otro motivo. Sobre la mesa de Gómez se encuentra un grueso conjunto de fotocopias anilladas en el lomo. Desplegado por una página intermedia, este lee, más que estudia, posibles preguntas y respuestas. Rodríguez, dando escandalosas chupadas a un caramelo, sujeta en sus manos otro igual. Es el temario para la plaza de conserje mayor que acaba de salir a concurso. Los dos optan a conseguirla junto a diez candidatos más. Ni a Rodríguez ni a Gómez les mueve las ventajas del puesto como sería tener mayor sueldo, un despacho propio, depender directamente del gabinete del ministro o los pequeños galones distintivos del uniforme sino que, en caso de conseguirlo, uno sería jefe directo del otro y, por fin, dejarían de tenerse enfrente.

El día de la prueba, mientras que ellos dos acuden con el uniforme, el resto lo hace de paisano. Están en una amplia sala pero el azar ha querido situar juntos a los dos compañeros, aunque cada aspirante disponga de una pequeña mesa individual.

—Tienen sesenta minutos para responder todas las preguntas. Recuerden que, en caso de empate, se valorará el tiempo que tarden. Por lo tanto, no se demoren —dice el presidente del tribunal según mira su reloj de pulsera.

Ambos se giran en direcciones opuestas, protegiendo con el cuerpo la indiscreción del otro. Rodríguez, con sobredosis de café, no ha dormido más de cinco horas en la última semana estudiando cada madrugada; Gómez no ha desperdiciado ni un minuto del día empapándose el programa, también buscando en la cafeína energía extra.

La primera pregunta la afrontan con una sonrisa, conocen bien ese artículo de la Ley de Procedimiento Administrativo y la contestan sin dudar. Sin embargo, con la segunda ya no están tan cómodos al ser ambigua la cuestión sobre Riesgos Laborales y dudan. Encuentran más de una docena de preguntas similares y, al llegar al final de las hojas,  no pueden disimular los sudores y el temblor de manos. 

Gómez, en el rápido repaso que hace tras haber completado el cuestionario, mantiene las respuestas iniciales; Rodríguez cambia alguna, pero cuando ve levantarse al otro, deja el bolígrafo sobre la mesa y, sin revisarlas todas, sale disparado en su persecución. Los dos atraviesan la sala dando grandes zancadas. Parecen corredores esprintando; la hoja de respuestas, el testigo que al mismo tiempo Rodríguez y Gómez entregan al presidente. Este anota las 18:16 en el margen superior y visa los documentos.

Abandonan la sala y una vez fuera, caminan en direcciones opuestas. No han abierto la boca, pero el pensamiento de ambos es un grito que se superpone al sonido que sus pasos hacen sobre las losetas del suelo: «¡Ojalá falles todas!»

Solo han transcurrido cinco días cuando es el propio subdirector quien los manda llamar. Rodríguez entra el primero al cubículo de las secretarias. Golpea con los nudillos la puerta de su jefe pero al escuchar el «Entren», cede el paso a Gómez para que todos lo vean.

Sin apenas levantar la vista de una mesa inundada de expedientes e informes, el subdirector dice:

—Lo siento, han obtenido una buena calificación, la misma, para ser exactos, pero ha habido un aspirante de otro Ministerio que los ha superado.

De inmediato, Gómez y Rodríguez piensan en el más joven de los candidatos y que entregó el examen en apenas veinte minutos, los rumores lo situaban como pariente lejano del ministro y afiliado al partido del gobierno.

—En  todo caso, les felicito —acaba diciendo el subsecretario según se levanta del sillón al mismo tiempo que alarga la mano. 

Rápidamente, porque no disimula en esta ocasión, acude Rodríguez a estrechársela insinuando un amago de reverencia seguido por un Gómez apesadumbrado más por el anticipo de su compañero que por la noticia.

Ya de vuelta a la solitaria atalaya del pasillo donde tienen las mesas, Gómez, al tiempo que se sienta, dice en voz alta sin dirigirse a Rodriguez:

—Con lo joven que es el nuevo conserje mayor, pasarán muchos años antes de que se convoque de nuevo la plaza.

A la vez, Gómez saca su libreta y escribe en el listado de agravios de Rodriguez la fecha de ese día y, junto a esta, un año. Mentalmente ha calculado los quince que le restan hasta la jubilación y lo subraya con rabia hasta rasgar la hoja.

También Rodríguez se ha sentado y ha abierto el cajón con la intención de comer otro caramelo. Pero al descubrir que no le quedan golosinas, mira de reojo a Gómez, que está enfrascado apuntando algo. Rodriguez, sabiendo que el compañero no lo ve, coge uno de los papelillos, lo desarruga, hace como si se lo llevara a la boca, y lo estruja con rabia, lanzándolo contra el fondo del cajón al que cierra con un sonoro golpe provocando que su compañero levante la cabeza.

—Dos mil treinta y dos —se le escapa en ese momento a Rodriguez.

—Sí —le responde involuntariamente Gómez según realiza un último rayado.

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