Era una mañana de primavera. El cielo estaba azul, limpio de nubes, y soplaba una brisa que hacía cosquillas en la piel. Tati, una niña de apenas siete años, corría de prado en prado por las afueras del pueblo. Sus coletas, junto al bolsito que le colgaba del hombro, se mecían con cada paso. De vez en cuando, saltaba porque no quería pisar ninguna de las margaritas ni amapolas de los campos. Sin detenerse, también cantaba, y al hacerlo, sus ojos azules brillaban como si fuera un topacio. Cuando estaba cerca del estanque, una sombra se interpuso en su camino, lo que le hizo dejar de correr y levantar la cabeza.
Ante ella tenía un hombre altísimo. Tan alto como el cielo, pensó mientras que se frotaba los párpados. Desde abajo, Tati fue sorprendiéndose por lo que veía: aquel hombre calzaba unas botas llenas de barro y medio rotas; también llevaba un deshilachado traje que le quedaba pequeño y con el que, a duras penas, conseguía cubrirse piernas y brazos; sus dedos eran largos y estaban amoratados con las uñas negras como el carbón. Pero lo que más le llamó la atención a Tati fue que, tanto el cuello, la frente como las muñecas, estaban llenas de costuras, iguales a las que su madre hacía en los pantalones de su hermano mayor cuando se los rompía jugando al fútbol. Aunque la niña dijo «Hola», de la boca de aquel gigante no salió sonido alguno. ¿La tendrá también cosida? se preguntó. Pero instantes después, el aire se llenó con las risitas que dejó escapar a pesar de llevarse una de las palmas hasta la boca.
Tati dio algún paso más, los peñascos situados a unos pocos metros de donde ella estaba le permitirían sentarse y seguir con el plan que había ido dibujándose en su mente.
Como si fuera un perrillo, el hombretón fue tras la niña. Cuando Tati se hubo encaramado a la piedra más alta, le dijo:
—Siéntate aquí conmigo, ¿quieres? —al mismo tiempo que le señalaba el suelo con el dedo índice para así poder estar los dos a la misma altura.
La tierra retumbo cuando aquel hombre se dejó caer sobre la hierba. Según estiraba sus piernas, Tati sacó del bolso un pequeño ramillete de flores. Poco a poco, fue extendiendo su bracito hacia el nuevo compañero y se lo ofreció.
—Es para ti, un regalo porque quiero ser tu amiga —le dijo.
El gigantón la miraba con los ojos fuera de las órbitas. Por un instante, los labios de él iniciaron una sonrisa y, muy despacio, fue alargando su brazo hasta estar cerca de las flores que Tati sostenía en el aire. El hombre fue abriendo sus dedos torcidos para acoger las florecillas que Tati le daba. Esta, sonreía y parpadeaba de seguido como ella solo sabía hacer cuando intentaba conseguir que la compraran dulces. Con las dos manitas empezó a acariciarle la piel. Parecían de lija pero no le importó. Sin prisa, fue haciendo fuerza hasta conseguir que el hombre fuera doblando cada dedo. De esta manera, su presente no se podría escapar nunca.
Tati no dejaba de sonreír.
Cuando todos los dedos se cerraron, el gigante se estremeció pero todavía mantuvo la misma mueca y el brillo en los ojos. Muy poco después, ya no fue así y todo su cuerpo pareció estar siendo atravesado por una descarga eléctrica. Unas descargas cada vez más frecuentes. Quiso abrir la boca pero sus labios no se despegaron. Ahora ya estaban fruncidos y los ojos cerrados. Llevó la otra mano hasta la que guardaba las flores, hacía esfuerzos para que sus dedos soltaran lo que había dentro pero no lo conseguía, parecían estar soldados unos con otros. Mientras tanto, Tati se había bajado de la piedra y alejado de su lado.
El traje del gigante empezó a teñirse de rojo, la sangre se le estaba escapando por cada costura. Inmediatamente después, las partes cosidas se le empezaron a rasgar, parecía un muñeco de trapo con la cabeza y las manos caídas sobre el pecho. No duró mucho más así, finalmente, explotó y las vísceras que le habían implantado se esparcieron entre la hierba donde, solo un minuto antes, estaba sentado.
A unos cuantos metros de allí, Tati se agachaba para cortar un manojo de espliego. No giró la cabeza ni se asustó con el estallido. Solo dijo:
—Así aprenderás a no fiarte nunca más de nadie. Mucho menos cuando se es un monstruo y la víctima una pequeña niña.
Y guardó las flores en el bolso para continuar dando su paseo.