Después de trabajar varios años en aquel hotel emblemático en el centro de Madrid, uno de los dueños -El Portugués- en señal de agradecimiento quiso obsequiarle con algo que pudiera tener de recuerdo. Le dio a elegir entre varias piezas del mobiliario: Paco no se lo pensó y se decidió por un sillón original de aquella época.

En los años veinte, los cinematográficos años veinte del siglo pasado, aquel sillón formó parte del decorado de los contubernios no siempre nocturnos del rey, porque antes de ser un afamado hotel, fue uno de los burdeles más antiguos de la capital, al que Alfonso, rey putero y sexual, gustaba frecuentar. Recuerdo las veces que de pequeña mi padre nos llevaba a curiosear aquel espacio, ya convertido en hotel. Muchas de las habitaciones conservaban frescos en sus paredes con imágenes absolutamente erotizantes de bellísimas señoras entradas en carne ofreciendo sus sexos como frutas frescas en una orgía de pulpas y zumos naturales. Hasta los espejos formaban parte de ese bucolismo desenfrenado, ribeteados con dibujos en pintura-laca de hojas verdes y florecillas silvestres de color malva.

No sé si tendría que algo que ver el hecho de que se dijera que ese era el color de las putas. Los azulejos del cuarto de baño estaban dispuestos hasta media altura en color negro y llagueados en dorado, al igual que la grifería, que en algunos casos evocaba personajes mitológicos de cuyas aberturas manaba el agua. Algunas de las suites albergaban unas de esas bañeras de pie de león que tan de moda se pusieron entre la aristocracia, y en otras de ellas, la propia bañera había sido construida de obra de modo que quedaba perfectamente integrada en esas estancias que desde luego invitaban más al deseo que al aseo. Una de las habitaciones llamaba especialmente la atención, la veintisiete, ya que del techo nacía una especie de cortina veneciana en color rosa pálido, que lejos de ser de gasa o cualquier otro textil delicado, habían sido moldeadas con escayola, de modo que el efecto que producía al verla era cuando menos inquietante, como si fuera un dosel de piedra cincelado sobre aquella cama mullida a cuyos pies reposaba regio un sillón de madera y pan de oro.

Aquel sillón tapizado de terciopelo y acostumbrado a las posaderas del rey, recibió la jubilación inesperada y anticipada entre las cuatro paredes de aquel lupanar devenido en hotel de artisteo en el momento en el que Paco lo tomó como obsequio. Desde entonces, y hasta el día de hoy – tapizado con tela estampada de leopardo – descansa en lo que fue mi habitación en casa de mis padres, recogiendo nuestros bolsos y chaquetas a modo de perchero. Cada vez que hago ese gesto de dejar sobre él todo lo que sobra al calor del hogar, me descubro sonriendo, imaginando al rey con las piernas abiertas recibiendo la bendición de una lengua sobre su sexo real. A veces, incluso se me escapa una breve carcajada traviesa.

Autora, Flori Tapia