El solsticio de verano había rebasado su meridiano, los días eran más cortos y las hojas de los árboles, pronto caerían mansas sobre las aceras. A sus ochenta primaveras, Manuela llevaba un par de años en la residencia de ancianos. Inmóvil con los brazos extendidos sobre la sábana. Al alba, el sol se filtraba a través de la persiana, proyectando líneas paralelas en el suelo. Al abrir los ojos, vislumbró el marco que descansaba sobre la cómoda. En la vieja fotografía aparecía su marido, con las piernas cruzadas, enseñando la lengüeta de la bota, y ella de pie, con la mano en el hombro. La anciana recordó el dolor aquella muerte, que llegó de puntillas y se lo llevó en silencio como el vuelo de una golondrina. Boca arriba, imaginó el blanco del techo la película de su vida
Nació en 1915. Su casa no disponía, ni de gallinero, ni de huerta. Nada sabía de la pobreza, porque nunca conoció la abundancia, apenas si tenía un par de zapatos que ponerse. Sin embargo, no todo fue dolor; un día, un desconocido le regaló una muñeca de trapo. A los dieciséis años, tuvo que amortajar a su madre con la falda negra y pesada que siempre llevaba puesta. Para entonces, se había convertido en una joven alta, esbelta, de ojos profundos, mejillas aterciopeladas y labios turgentes e infantiles, pero excitantes.
Manuela se colocó de sirvienta con una familia pudiente. El señor, cabello blanco, alto, delgado, de rostro alargado, nariz aguileña y una perilla perfectamente recortada. Procedía de una familia burguesa. El monóculo del ojo izquierdo y una levísima cojera, eran la consecuencia de un accidente de automóvil. Se apoyaba en un bastón de ébano, cuya empuñadura mostraba la cabeza de un león esculpido en marfil. Su mujer, de tez pálida, ojos grises, nariz suave y labios perfilados. Tierna, inteligente, romántica y apasionada a la lectura de historias maravillosas.
La casa palacio, del siglo XIX, estaba protegida una verja de hierro forjado. En el verdor del jardín, abundaban olorosas madreselvas y coloridas jacarandas. Las losas blancas y negras del suelo, combinaban con los muebles ingleses y franceses. Y en la pared colgaban fantásticos óleos costumbristas de artistas italianos.
Manuela trabajaba tan duro, que terminaba con la espalda encorvada como el asa de un cántaro y le crujían los nudillos de tanto lavar. En tiempo frío, le salían en los dedos sabañones rojos como tomates. Más que limpia, era relimpia. Presumía de cómo tenía la casa; descolgaba las cortinas, las lavaba, las planchaba, volvía a colgarlas, sacudía las alfombras, limpiaba las lámparas, fregaba los muebles y se hincaba de rodillas para fregar baldosa por baldosa. A la plata sin usar, volvía a sacarle brillo y para blanquear las camisas, las sábanas, las colchas y los manteles, le añadía añil a la colada.
Manuela se enamoró de Jeremías, el chofer de la casa. Un joven alto, ancho de espalda y de musculatura trabajada. De tez morena, ojos lánguidos, nariz aguileña y una poblada cabellera. Rústico, pero simpático y seductor. Solía vestir mono blanco y camisa azul y sentía una gran pasión por los automóviles. Y ocurrió que, en una noche de luna plateada perdieron la cabeza, se acoplaron y sacudieron los cuerpos mudos como flores.
El 18 de julio del 36, el señor decidió exiliarse. Jeremías arrancó el Dodge, el motor rugió jubiloso y lo traslado a la frontera de Portugal. A la vuelta, el aire de la medianoche fustigaba por la ventanilla llenándole los pulmones. El reloj del Dodge marcaba las doce. Varios milicianos armados les dieron el alto. Registraron el coche y le dejaron continuar. Jeremías piso el acelerador. El vehículo cogió velocidad y al tomar una curva, se salió de la carretera, dio varias cabriolas y chocó con una pared de piedra, en un estrépito de ruina y silencio.
El mes que a Manuela no le bajó la sangre infecunda, la oscuridad del pecado le nubló el pensamiento. Deseaba convertirse en roca y dejar de vivir bajo el sol. Ni la cosas más bellas tenía sentido; el agua cristalina, la fragancia de las rosas, el amor… Gracias a la señora, retomó la ilusión de ser madre, de sacar adelante al bebé que llevaba en las entrañas, de ver como crecía y amarlo por encima de todas las cosas. Transcurridas las veinte semanas, ya daba pataditas en el vientre. El embarazo iba normal, hasta que un fluido de sangre rosada le empezó a gotear por la vagina. Al día siguiente, los sangrados se dieron más frecuentes, el feto dejo de moverse y empezó a sentir un peso en la parte baja.
La señora le acompañó hasta el hospital. El médico ordenó que la llevasen a la sala de partos. Sentada en la sala de espera, contaba las horas, mientras deslizaba las cuentas del rosario entre los dedos. Las manillas del reloj de pared habían rebasado las diez de la noche, cuando por fin apareció una monja. La señora leyó en los ojos la mirada triste y huidiza de la que va a dar una mala noticia. ¿Qué ocurre? —le preguntó ansiosa. El parto ha ido bien, pero el niño ha nacido muerto —dijo escueta. Le hizo seguir hasta una sala azulejada, donde un foco potente iluminaba el potro. En un punto de sombra se podía ver la toalla ensangrentada que envolvía al cuerpo inerte del bebé, un objeto olvidado a la espera que alguien lo quitase de en medio.
Desde entonces, Antonia vivió en un mar de dudas. A veces, aunque el día amaneciese soleado, nublado o lluvioso, a ella todos les parecían lentos, grises y desapacibles. Si el viento arreciaba en la ventana, la cerraba hasta que las ráfagas amainaran y reinase el silencio. A menudo sentía ganas de llorar, pero no le salían las lágrimas. Tenía el alma sumida en un residuo de esperanza, la esperanza de que un día lejano pudiese encontrar a su pequeño.
En la residencia vivía una vejez tranquila. Aquella tarde se presentaba como otras tantas, pero fue distinta. Manuela estaba atenta a las noticias de la televisión. Un locutor endomingado informaba que una asociación de madres, había denunciado el tráfico de bebés en algunos hospitales. En ese instante, le latió en el corazón una mezcla de pena y rabia. El pellizco frio y seco que traza el compás de una seguiriya recortá.
Agosto 2018.
Francisco Fernández Romero