Tras mi paso por el calabozo el tiempo se me congeló. No encontraba la tan anhelada paz. Me sentía atrapada en aquella pesadilla que no me dejaba vivir. Tenía la necesidad de expiar una culpa abstracta que me carcomía sin cesar y me obligaba sin remedio a la autopunición. No me consideraba digna de nada, ni de un mísero trago de agua que aplacara mi sed. Me abandoné por completo y dejo de importarme todo. Tan solo encontraba satisfacción en recrear los acontecimientos que tanto daño me habían causado, ya fuera despierta o más bien dormida, para lo que abusaba sin control de los tranquilizantes que me habían recetado. Trataba de revivir en un bucle constante la despedida de Carlos, atormentándome con la idea de que si le hubiera confesado mi amor en aquel momento jamás se habría marchado y que en tal caso mi relación con Ricky no hubiera seguido adelante. Por tanto, él nunca habría tenido ocasión de enredarme en sus corruptelas y mi detención jamás hubiera tenido lugar. En ese caso sería posible que la vida aún me tuviera guardada una oportunidad. Pero luego me daba cuenta de que todo aquello ya era pasado y nada de lo que hiciera o dejar de hacer podría cambiarlo y acaba más hundida si cabe en el agujero que yo misma había cavado. Entonces, si estaba despierta no quería otra cosa que volver a dormirme. Si por el contrario me encontraba dormida no deseaba despertar jamás.

No soy consciente de en qué momento cometí la estupidez suprema de atentar contra mi vida. Tan siquiera recuerdo que pensara en hacerlo, mucho menos que lo hiciera, pero sé que aquello ciertamente ocurrió. El envase de pastillas y el estado de inconsciencia en que me encontrasteis Raquel y tú aquella tarde en que os presentasteis en mi casa alarmadas porque no cogía el teléfono así lo atestiguan. Trato de imaginarme vuestro miedo a perderme de aquella manera, la voz temblorosa de alguna de vosotras mientras llamaba al 112. Ya en la ambulancia la sirena camino del hospital y no, no consigo recordar nada de aquello. Tampoco el lavado de estómago y ni mi breve por la UCI. Me desperté dos días después como si me hubiera pasado una manada de elefantes por encima.

—Mira, mamá —te dijo Raquel en susurro—. Ya tenemos de vuelta a la bella durmiente.

No fue un reproche como tal, pera la frasecita tenía su retranca, de eso no cabe duda.

—Ay, Raquel, hija. No digas eso que por poco se nos va —le reprochaste mientras me dabas un achuchón que casi me dejó otra vez sin respiración.

—¿Qué me ha pasado? —Ya sé que entonces no lo creísteis, pero de verdad que no me acordaba y a día de hoy sigo teniendo en mi memoria un vacío de más de cuarenta y ocho horas. Tan solo sé lo que vosotras me contasteis entones.

—¡Que me vas a matar a disgustos, hija! ¡Eso es lo que te ha pasado! Que tienes menos sesera que un mosquito. ¿A quién se le ocurre tomarse todas esas pastillas de golpe? ¿Qué es lo que pretendías, hija mía?

Entonces no te contesté. No pude porque en el fondo supe que tú tampoco querías saber la verdad, que a tu hija le dolía tanto la vida que le resultaba insoportable continuar viviendo. Era mejor que siguieras pensando que aquello no había sido más que un descuido, una imprudencia o una chiquillada.