EL PODER DE CAPTACIÓN
(Viajar al pasado, a través de los sentidos)

Hace unas semanas descubrí en el supermercado tabletas de chocolate negro que no probaba desde mi infancia. Me sorprendió comprobar que aún existe esa marca y, por un reflejo de simpatía y nostalgia, compré dos. Recuerdo que como cena habitual, en aquellos años de penurias —década de los cincuenta—, cenábamos un mendrugo de pan humedecido generosamente en aceite de oliva, espolvoreado a veces con azúcar, y una porción de chocolate. Una onza brillante y oscura, sin leche ni frutos secos y sin ingrediente ajeno al producto del cacao, que lo pudiera encarecer.

Ese día decidí cenar lo mismo que entonces, y los recuerdos salieron de la profundidad insondable de mi memoria, cuando hinqué el diente en aquel cuadrado marrón, casi negro, y percibí el sonido seco, quebradizo y peculiar, del que ya me había olvidado. Lo paladeé con placer y dejé que se fundiera en la boca con lentitud, a fin de disfrutar sin prisas de su sabor amargo, pero del que se apreciaba un punto de dulzor, ligeramente ácido. Pensé que, de igual forma, el tiempo se funde con lentitud y que la vida también mezcla sabores contradictorios, aconteciendo hechos amargos y dulces, en una sociedad ácida e inmisericorde.

Estaba seguro de que se trataba del mismo producto que el degustado en mi infancia, sin embargo, algo me decía que aquellos sabores, los de mi pasado y los de ahora, eran distintos.

En un principio pensé que con el paso del tiempo su elaboración había cambiado, o bien que el origen del cacao era otro y que por eso noté matices diferenciadores en su sabor. Le di un nuevo mordisco y lo paladeé, concentrando todo mi empeño en percibir la mínima variación entre mis vivencias del pasado y la experiencia del momento. Lo hice sin mezclar pan y aceite, sólo chocolate, con el fin de aislar la sensación que despertaba en mi paladar, sin ninguna interferencia. Al mismo tiempo, percibí su aroma en la parte interna de mis fosas nasales, uniendo gusto con olfato. Entonces comprendí la relatividad del tiempo, pues los años transcurridos se condensaron, fundiendo pasado y presente en un instante. Así pude comprobar con total exactitud, que gozaba en ambos momentos un sabor idéntico. Sí, ya no me cabía duda: el chocolate era el mismo que el que recordaba de mi niñez. Pero… Entonces, ¿dónde estaba la diferencia? ¿Estaría, tal vez en el aceite? ¿Quizás fuese el pan, lo que marcaba la diferencia?

Vivíamos en una zona eminentemente olivarera y casi todos sus habitantes son conocedores de los procesos de fabricación y las calidades de los diferentes aceites: sus niveles de acidez, su refinado y las clases de aceitunas más apropiadas para cada tipo. En aquella época se vendía a granel y, en general, no se hacían distingos entre el destinado para cocinar o para comerlo en crudo. Hoy, el que usamos en mi casa es puro de oliva, adquirido a granel directamente de la almazara, no excesivamente refinado, pero así mantiene el sabor tradicional, sin diferencias esenciales con el consumido en la época a la que hago referencia. Deduje que no era el aceite el que transformaba el sabor de mi cena, y terminé convenciéndome de que la diferencia era sólo achacable al pan.

«Eso debe ser —pensé—. Ahora caigo en la cuenta que, por entonces, el pan era artesano y hecho en horno de piedra, con madera de olivo como combustible. Hoy, industrializado, cocido en horno eléctrico y sin darle tiempo para reposar la masa madre y fermentar la levadura, difiere mucho del sabor de aquel pan tradicional, que no necesitaba ser acompañado por delicatessen alguna, para ser degustado con deleite».

Ese pensamiento hizo que recordara el horno que había cerca de casa, donde los vecinos del barrio llevábamos en Semana Santa los productos necesarios y, bajo las directrices del panadero, nosotros mismos horneábamos nuestras propias magdalenas, galletas y hornazos. También hacíamos un bollo típico del lugar: los ochíos dulces que, acompañados de una onza de chocolate, hacía las delicias de los más pequeños. Para Navidad se actuaba del mismo modo, esta vez produciendo nuestros propios mantecados y polvorones.

Aquellas horas en el horno eran disfrutadas sobremanera por los niños, que colaborábamos amasando o arrimando troncos. Las abuelas contaban historias interminables, que todos escuchábamos atentos y sorprendidos por la imaginación que derrochaban nuestros mayores, la gran mayoría analfabetos. Gentes sencillas del campo, pero con un conocimiento de vida, que hoy no se encuentra en muchos licenciados. Allí bullía la alegría entre chicos y grandes. Al final, entre bromas, acabábamos todos enharinados. Sin duda fue una época feliz, aunque sólo sea porque eran los años mágicos de la niñez, en los que todo nos parecía nuevo y excitante.

Visto desde la distancia, fue un tiempo muy duro; pero, aunque ahora gozamos de medios inimaginables para las gentes de entonces, lo recuerdo con nostalgia y con la sensación de que la sociedad ha evolucionado hacia un presente tan vano y artificioso, que el futuro acecha, entre brumas amenazadoras.

La onza de chocolate se me acababa, y dudé si debería tomar otra o si era un abuso a evitar. Decidí terminar mi cena con un último bocado, cuando me asaltaron de repente, una tras otra, imágenes vividas hace décadas: me vi transportado a la cocina de la casa donde vivíamos. Una cocina amplia, con un hogar de obra hecho por mi padre, en el que flameaba carbón alimentado por el oxígeno necesario, mediante el aire provocado por un “panerillo”. Artilugio de esparto, redondeado y con mango, que agitábamos como abanico para soplar a través de una tronera. Mientras, sobre el depósito de mineral encendido, unos trébedes sobre el agujero por el que salían las llamas o el simple calor de las ascuas, eran la hornilla y la base donde poner la olla.

Recordé con nostalgia las riñas y los juegos entre los siete hermanos, que corríamos por la cocina y el corral con alegre algarabía, entorpeciendo las labores de mi madre y mi abuela, que, incansables, trajinaban en quehaceres inacabables. Reviví imágenes, que ya creía olvidadas, gracias al chocolate que me retrotrajo a mi infancia. Su sabor y textura me llevaron a mi niñez y, si algo hacía que se desvaneciese esa ilusión, su aroma y su color, tuvieron la virtud de hacérmelos revivir casi con la misma intensidad, a pesar de ser sólo un recuerdo.

No hay nada más efectivo para evocar aquellos lejanos años, que las sensaciones recobradas a través de los sentidos. Como ya he dicho, por entonces era nuestra cena y también el desayuno. Pan con aceite y una onza de chocolate los trescientos sesenta y cinco días del año, excepto la noche de todos los santos, en la que había costumbre de cenar batatas, gachas y castañas asadas. También en Nochebuena se preparaba, dentro de la sencillez, algo especial.

Tal vez esto no sea exacto, seguramente nuestros desayunos y cenas fueron más variados, pero en mi recuerdo se asienta con vocación de exclusividad, la imagen y el sabor del chocolate con pan y aceite. Sea como sea, en mi memoria permanece la idea de que sólo había variación en los almuerzos, consistentes en guisos de legumbres, enriquecido su sabor por un hueso de caña de vacuno o uno de jamón, para darle sustancia; un trozo de tocino y otro de morcilla y, a veces, un poco de chorizo. La carne era un bien escasísimo y sólo disponíamos de ella muy de tarde en tarde. Gracias a la maestría de mi abuela con los sofritos y aliños pertinentes, así como con algunas verduras, las habichuelas, los garbanzos o las lentejas, las cocinaba con un punto de sabor extraordinario.

Desde aquella noche que me reencontré con el chocolate de mi niñez, suelo cenar tres veces a la semana una onza y el correspondiente pan con aceite. Siempre los recuerdos se me agolpan, cada vez más precisos, de forma que revivo con gran realismo y satisfacción, los hechos pasados. Pareciera que, los sabores de mi niñez, son la energía mágica que me transporta a través del tiempo y me hace revivir acontecimientos que se hallan inermes, en la ausencia enigmática de mi memoria.