A través de la estrecha y alta vidriera la luz del sol iluminaba los húmedos muros del panteón. Sus rayos, tamizados por el vidrio coloreado, proyectaban sobre el suelo la figura del Arcángel San Gabriel alanceando a la bestia. La planta era circular y en sus curvas paredes se adentraban envueltos en penumbra los huecos de los sepulcros. El aire estaba viciado y mantenía en suspenso el hedor a moho y putrefacción.
Entre las sombras, en total quietud, se entreveía sobre la piedra de un altar a un hombre desnudo, abrazado a un esqueleto de huesos delicados. Diríase que se trataba de una escultura alegórica de la historia del hombre ante muerte. Sin embargo, el tenue lucir de sus pupilas y las palabras susurradas «Ángel mío… ¡Cómo te amo!», con extasiado énfasis, denotaba que el conjunto estaba compuesto por un ser humano vivo y los restos de su amada.
En su mente enfebrecida aquél hombre creía estar en el lecho, yaciendo en amoroso ensueño con su amante. De repente, un flash de cordura le advirtió de la realidad y comenzó a gritar despavorido entre convulsiones, que deshicieron en pedazos al esqueleto.
Alertada la policía por el encargado del cementerio encontraron a aquel hombre en estado catatónico, con tan profundo dolor en el alma, que un hondo rictus desfiguraba sus facciones.

«Enfrentarse con la realidad es un ejercicio necesario para eludir la locura —Esta idea la tenía Andrés muy presente desde que le confinaron en el Centro Psiquiátrico—. Pero… ¿Qué es la realidad? —Se preguntaba— ¿Acaso no es real lo que crea mi mente?
Si la percepción del mundo es para cada persona la subjetividad del propio pensamiento, ¿quién determina lo que es verdadero o lo que sólo es fantasía? ¡Sí! —Asintió convencido— Yo he superado la enfermedad y por eso me he liberado de aquel maldito recinto de celdas acolchadas, vigilancia intensiva y torturas sin cuento…
Ahora, cinco años después, soy un hombre nuevo libre de obsesiones y dueño de mi vida. ¡Sí! —se dijo con suficiencia—Ahora puedo ejercer mi voluntad y por eso no he renunciado a mi amor. Hoy acabo de raptar los restos de mi amada. Los he restaurado con ternura y los he aposentado en el sótano de mi casa, donde le hago frecuentes visitas. Me siento tan bien con ella y hacemos el amor de manera tan apasionada…»

Estratégicamente situado en aquél sótano convertido en alcoba, un inmenso espejo reflejaba con detalle la superficie de la cama. Sobre ella yacía el cuerpo desnudo de Andrés, junto al esqueleto de mandíbulas entreabiertas siempre sonrientes y dentadura blanca aún completa.
Siempre, cuando hacían el amor, sobre las mesitas de noche y el respaldo de la cama encendía varias velas para disponer de cálida y suave luz. Las sombras huían a los rincones y parecían danzar al compás con la titilante claridad que proporcionaban las luminarias.
Él era consciente de aquella imagen reflejada. Le parecía necesario para preservar la racionalidad que el mundo le exigía, pero fuera de aquél reflejo su mente construía un mundo para él más real y necesario. ¡Su propio mundo!
Imaginaba que ante él yacía desnuda en todo su esplendor. Percibía su piel clara de textura suave y cálida, sus curvas, sus anchas caderas y sus muslos llenos y bien formados. Aquel cuerpo, por su imaginación forjado, le excitaba sobremanera y hacía que la sangre ardiera en sus venas.
Al fin se dispuso a salir del sótano, pero antes miró al espejo para contemplar la otra realidad. La realidad que le aguardaba en el exterior. Aquella que le conciliaba con la cordura y, con tristeza en la mirada y emoción en su voz, se despidió ansioso por volver.
—Hasta luego, cariño —dijo en voz alta—. Estaré impaciente por volverte a ver. Volveré a recibir tus caricias y a oír tus palabras plenas de amor. Volveré a recrear tu verdadera esencia por siempre, hasta que la muerte nos separe… ¡Si es que puede! —añadió desafiante. Apagó las velas y salió de la habitación, en la que el eco de la cerradura retumbó entre la espesura de la oscuridad, golpeando los muros y apagándose lentamente.