La primera vez que vi aquel inmenso artefacto de color blanco glacial, un río de sudor frío bajó por mi espalda con piernas y brazos pareciendo de gelatina. Desde la puerta de acceso, según la enfermera me indicaba donde estaba el cuartito para desvestirse, mis ojos recelaron de aquella gigantesca sucesión de donuts por la que pretendían introducirme. Despojado de objetos metálicos y solo cubierto por la fina bata de tela, descubrí el ventanal por el que la auxiliar y el radiólogo, como si fueran los navegantes del Halcón Milenario, dirigirían la sesión. Si el color de todo el engendro se asociaba a la frescura o a la calma, conmigo no funcionaba. Empequeñecido frente a la camilla que sobresalía del agujero, una voz metálica me sobresaltó:

—Haga el favor de leer las instrucciones.

«El dispositivo para la exploración por TAC es una máquina de gran tamaño parecido a una caja, que tiene un hueco en el centro. Usted debe acostarse en una angosta mesa de examen que se deslizará dentro de este túnel…»

—Ya lo he hecho —dije sin querer prolongar aquella tortura. El verdugo de los guillotinados debía ser más considerado con las víctimas del cadalso.

—Túmbese boca arriba en la camilla, vamos a realizarle la exploración.

Lo hice con el mismo ánimo que un toro de lidia cuando se recuesta en tablas a la espera de la puntilla. Sin dilación, aquello empezó  moverse y yo a ser succionado hacia las tripas del monstruo. Tras escuchar de nuevo decir a aquella robótica voz que iniciaban la prueba, un sonido como de martillazos llenó todo el redondeado ataúd donde me encontraba. Quise pedir que me sacaran de ahí pero me di cuenta que nadie me escucharía. El ruido no cesaba, incluso se incrementaba con cada interminable segundo que pasaba. Recé y prometí no sé cuántas cosas ni a quién. Solo quería acabar de una vez cuando los golpes cesaron y el torturador dijo:

—¿Se encuentra bien? —Y, sin apenas pausa, añadió—: Continuamos…


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)