Al guardia civil Ceferino Almodóvar las montañas le encogían el estómago. Pensó que había tenido mala suerte porque al salir de la Academia le destinaron a la casa cuartel de Potes. Encajonado entre picos y rodeado por maquis.

Ceferino los tenía por delincuentes de la peor condición, eso fue lo que siempre le dijeron y lo que también pensó el día que acribillaron a la partida de Geluco en medio de un bosque de robles y tejos. Murieron siete de los huidos al monte y uno de los guardias. Aunque el teniente los felicitó, Geluco, que conocía el terreno como un lobo, pudo escapar monte arriba.

Fue gracias a Felisa, la novia del fugado, cuando varios meses más tarde supieron donde estaba el escondrijo de este. Pero no fue necesario raparla ni que el teniente cubriera el vergajo de los interrogatorios con una toalla mojada. Felisa acudió por su propio pie al cuartel al enterarse que su novio había dejado preñada a otra moza del pueblo.

La guarida de Geluco parecía un nido de águilas. Estaba excavada en mitad de una pared de roca y aprovechando una oquedad natural. Fueron una docena de guardias a por el guerrillero, aunque ninguno le disparó al asomar la cabeza. Lo siguieron y, nada más atravesar las primeras calles del pueblo, le dieron el alto. Geluco intentó sacar su Astra, pero una lluvia de balas le reventó la yugular. Entre los vecinos se comentó que los civiles dispararon sin aviso alguno al ordenarlo el teniente. Pero esa no fue la versión que figuró en el pie de foto de los diarios, en ella se veía a un Geluco con la boca torcida tirado a los pies de los guardias.

Ceferino no había participado en la emboscada. Por eso, mientras los captores exponían el cadaver en la plaza del pueblo como si se tratase de un puesto más del mercado, el teniente lo había mandado subir hasta el refugio acompañando al cabo Gonzalo. Para traerle todas las pertenencias de Geluco y descubrir quienes eran los cómplices, les dijo.

Tras el collado, donde estaba la última casa habitada, una sucesión de agujas y chimeneas no dejaba ver todavía el escondrijo. Ceferino se había adelantado al Cabo y no había tardado ni quince minutos en llegar hasta la base de aquella mole. Se quitó el tricornio, el correaje con la pistola y la capa antes de encaramarse a los peñascos valiéndose de las dos manos.

Un olor a carne humana y a orín fue lo primero que Ceferino sintió al entrar. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la poca luz de su linterna, se dio cuenta que dentro no cabía una persona erguida. Al fondo y en los costados había maderos sujetando la bóveda. En esta se distinguían las marcas que hizo el pico al excavarla. Se tropezó con una pequeña olla que tenía restos agrios de leche. Dos mantas, un macuto y una metralleta Sten estaban pegadas a la pared más alejada de la entrada. Había velas a medio consumir desperdigadas aquí y allá. Ceferino encendió una.
Dentro del macuto encontró unas camisas de franela, un pantalón, camisetas y calzones amarillentos. Los sacó y los empujó hacía la entrada. Le dolían los riñones y tuvo que sentarse antes de sacar el resto. Al fondo había un libro con las tapas de piel y dos cajas de munición. Acercó una vela al libro para ver el título: ‘El Quijote’. Al abrirlo, cayeron al suelo dos cuartillas escritas a mano y una fotografía.

La fotografía, del tamaño de media postal, era de una mujer mayor y enlutada. A pesar de tener el rostro surcado de arrugas, sonreía. El pelo lo llevaba recogido en lo que se adivinaba un moño. Los ojos eran grandes y oscuros. Parecía hablar con la mirada, pensó Ceferino antes de girarla y descubrir que, en la parte de atrás, tenía dos renglones escritos con una letra muy infantil: ‘Siempre estarás en el corazón de tu madre’.
Ceferino tuvo que recostarse sobre la piedra de la pared. Cerró los párpados según se desabrochaba los botones del cuello de la guerrera y se llevaba la mano hasta el pecho. Le bastó el tacto para saber que su cartera de cuero seguía en el bolsillo interior. Allí, Ceferino guardaba otro foto distinta, la de su madre. Al dorso, las dos mujeres habían escrito lo mismo.

Escuchó al cabo Gonzalo llamarle desde abajo. Se acercó a la entrada y, haciendo un hatillo con una de las mantas en el que guardó los enseres de Geluco, lo despeñó hasta donde estaba el compañero.
Nada más regresar al interior de la cueva recogió las cuartillas del suelo y empezó a leerlas. Era una carta de Geluco a su novia. Según leía la parte final, apretó los labios: « …te van a contar que estoy con otra mujer… convencerán a alguna del pueblo para que diga que la preñé… lo harán para que me delates… algún día esto se acabará y podremos estar juntos y en paz… Te quiero»

Ceferino leyó de nuevo la carta. Al terminar arrugó aquellas hojas. Hizo otro paquete con lo que quedaba por bajar y se lo lanzó a Gonzalo. Nada más hacerlo, acercó las cuartillas y la fotografía a la vela.
El cabo Gonzalo volvía a llamarlo cuando esparció las cenizas por la cueva. Después, se colgó al hombro la ametralladora y salió del escondrijo.
Aunque el sol le daba casi de frente, dejó que su mirada fuera ladera abajo. Por primera vez no sintió una punzada en el estómago.

Según bajaban por el collado, en la puerta de la casa de piedra había una mujer enlutada sujetando a un niño de la mano. «Buenas tardes» dijeron los dos guardias cuando pasaron junto a ellos. A lo que el niño respondió:
—Dicen que murió Geluco, no sé si será verdad.


(Segundo premio del concurso de relatos una historia de España 2019 de Zenda libros. )