( tercera parte y última parte)

Por la ventana abierta, el ruido de la calle ha bajado de intensidad. Ya no se oyen las conversaciones de los vecinos al fresco y hace rato que las campanas de San Cayetano dieron doce repiques. 

El bochorno, pero mucho más la cerilla encendida que siente corriendo por su estómago, hacen que el religioso se despierte entre sudores y sabores agrios. Todavía dando pasos inseguros, prende una pequeña vela y se levanta del lecho. Va hacia la mesa y vuelca de la frasca los restos, apenas un dedo de vino, que traga sediento mientras le parece ver, entre una bruma que se disipa, las caderas de Josefa a horcajadas de un apuesto oficial. Los dos ríen, gozan y juntan sus bocas abiertas hasta que, exhaustos, yacen uno junto al otro. 

Apura el vaso vacío y sin conseguir calmar la hinchazón de la lengua, se incorpora con dificultad tras apoyarse en la mesa. Muy nervioso, como si estuviera enjaulado, camina una y otra vez por el pequeño cuarto. Busca algo de licor que ella guarda para ciertas ocasiones, también busca calmar las puñaladas que los celos le cosen una y otra vez.

Al fondo, resguardada por unas cortinas de cretona, se encuentra la cama y en ella, Josefa duerme profundamente. Él, en solo tres pasos, va de una pared a otra rebuscando entre la pileta, la alacena, el arcón y varias bolsas amontonadas. De vez en cuando, gira la cabeza hacia donde su amante se encuentra, pero se atormenta viéndola desnuda y abrazada por unos brazos que no son los suyos. Al regresar de esas visiones, entre alargadas sombras, ve su imagen en paños menores reflejada frente al pequeño espejo del armario donde ella guarda algunos enseres. Ese mueble, un lujo para la gente humilde, se lo ha regalado él hace muy poco. Fue tras meses y meses en los que los ruegos de Josefa y su actitud acaramelada acabaron por convencerle. 

Él piensa que ahí dentro no solo encontrará algo para calmar la sed, sino algo que alimentará la de venganza, las pruebas de la infidelidad. Espoleado por las dudas, sintiéndose un esposo engañado, lo abre. Descuelga vestidos, abre cajones pero no encuentra ni cartas comprometedoras ni prendas masculinas, solo ropa de ella y, en la parte baja junto a las alpargatas y los zapatos de los domingos, una caja de madera con algunos utensilios de trabajo del padre de Josefa. 

Desesperado, se sienta en el suelo, tiene la respiración muy agitada y debe acabar pronto con ese malestar. Muy lentamente, empieza a darse cuenta de la única salida que tiene ante sus ojos. La Santa Madre Iglesia nunca verá bien su unión pero Dios sabe tan bien como él, que la ama, que solo puede ser suya, que no lo será de otro. 

Tras encomendarse al Altísimo y rezar un rápido Credo, agarra el remedio a su angustia, se incorpora con alguna dificultad y se dirige hacia donde se encuentra Josefa.

—Mujer, despierta —le dice levantando la voz y arañando el

silencio de esa madrugada.

—Juan, no —protesta ella cuando adormilada y entre la penumbra amarillenta de la estancia, comprende que con el desvelo de él, sus desdichas todavía no han acabado.

—Te voy a confesar, ponte de rodillas y haz examen de conciencia —pronuncia en tono grave al mismo tiempo que se sienta en el borde de la cama, juntando las palmas de las manos para encomendarse al Altísimo.

Aún con alguna negativa más, Josefa sale de la cama, se estira del camisón para que la cubran las rodillas y cumple las órdenes, por no contrariar a Juan, por acabar cuanto antes con aquel mandato de su amante.

—Ave María Purísima —inicia el diálogo una vez se encuentra hincada y con las manos entrelazadas a la altura del pecho.

De forma refleja es replicado por el «sin pecado concebida» para, superponiendo la frase, persignarse y soltar «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Sin abandonar el tono circunspecto, Sanvítores dice:

—¿De qué te acusas?

Tal y como le enseñaron desde niña, repasa cada mandamiento, uno por uno, del primero al décimo, declarando haber pecado contra el sexto y el octavo. De este último porque siempre alguna mentirijilla se le escapa con las lavanderas, aunque él piense en causas diferentes; y del otro, por lo obvio de la impura relación con quien la escucha.

—Haz acto de contrición de tus graves pecados junto al propósito de no volverlos a cometer.

Josefa se queda muda y, aunque no es la primera vez que la

confiesa, quiere pensar que tras impartirle el sacramento, la acumulación e desatinos habrá llegado a su fin. Tiene sueño, y está tan cansada como convencida, de que si Juan Crisóstomo se duerme, si ambos lo hacen, la luz del día siguiente, el frescor de la amanecida, borrará esta pesadilla.

—¿Te arrepientes de tus pecados?

—Me arrepiento de todos —replica ella mostrando algo de irritación.

Él no le impone penitencia alguna. Lentamente levanta la mano derecha, y haciendo una cruz exagerada en el aire, entona:

—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. —Que es rematado por un rabioso «Amén».

Josefa está atónita ante las palabras y gestos de su amante, más por la somnolencia que por haber caído en trance. Los ojos le pesan y en aquella penumbra se le cierran, aunque no sea del todo esa su voluntad. Mientras el sacerdote todavía musita alguna jaculatoria, que ella no comprende, y cuando él todavía mantiene el brazo derecho levantado a la altura del pecho donde ha finalizado la cruz, se incorpora y, sin mirarlo, regresa a la quietud de la cama. 

Sin que apenas haya puesto la espalda sobre el colchón, impotente, ve de refilón cómo con la mano izquierda Sanvítores la golpea en la cabeza con un martillo escogido entre las herramientas del armario. El instinto la hace protegerse con sus brazos pero él se los aparta para continuar sacudiéndola con furia hasta que, dejando de escuchar cualquier sonido, la visión de ella se vuelve negra.

Con esa misma mano que acaba de utilizar para dar la absolución, cansada la otra de golpear, toma el arma y le sacude el cráneo en innumerables ocasiones más, salpicándose de sangre brazo, camiseta y calzones. 

El rostro de Josefa ha quedado grotescamente girado hacia él y en los ojos casi sin vida, brillan tanto súplicas como porqués, pero su furia no se detiene, la sigue golpeando hasta asegurarse de que está muerta, aunque esa mirada, en la que no quiere reparar, transmita idénticos interrogantes.

Un zumbido de oídos insoportable lo lleva a dejar de golpearla y a alejarse de la cama, sentándose en la silla del comedor. Suelta el martillo, que cae al suelo con estrépito, y se tapa el rostro sudoroso con las manos ensangrentadas mientras comienza el rezo de un rosario.

Afuera, la voz de un vecino desvelado se queja por el escándalo, escuchándose también, en ese momento, dos campanadas que se sienten como si un soplo de aire aliviara en algo la tórrida noche.

(Fin)

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( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)