INCÓMODA REALIDAD 

Me costó decidirme pero pensé que yo también merecía pasar un buen rato. Además, por probarlo tampoco iba a empeorar este mundo. Más era imposible. 

No fue fácil adaptarme a un cambio tan brusco y pasaron unos cuantos minutos hasta que mi cuerpo fue asimilando la nueva atmósfera. Mientras me aclimataba, permanecí sentado  en el alargado banco de plástico del cuarto de acceso, casi siempre con la cabeza mirando hacia abajo y con las manos tapándome el rostro. Fue la única forma de ir acomodando mis pupilas a los cientos de alfilerazos brillantes que se filtraban desde el otro lado. Poco a poco, noté que el oxígeno iba entrando como un torrente a mis  pulmones sin necesidad de máscara, a  pesar de que  la humedad en ese cuarto se hacía pesada. Con desagrado también vi correr unos hilillos de agua sucia zigzagueando por mis botas. Pero no me iba arrepentir ahora. No esperé más, me incorporé como un resorte y repasé el ajuste de todos los artilugios. En dos pasos cruzaría la puerta de entrada para dejarme invadir por las sensaciones que había ido a buscar.

Era increíble, a la vez que delicioso, sentir cómo el sol empezaba bañar mi rostro e irradiaba calidez por las mejillas. El viento en la popa, generoso y firme, estiraba las velas y hacía avanzar al barco con la quilla rasgando el oleaje igual que lo haría un afilado cuchillo. Cruzando por babor, unas apresuradas gaviotas graznaron mientras yo navegaba hacia un punto fijo que apenas se distinguía en mitad de aquel océano. Agarrado al timón del pequeño velero, disfrutaba del vaivén de un mar rizado y de la sinfonía de la brisa marina cuando, poco a poco, el islote se hizo visible hasta mostrarse imponente. Aunque era una pequeña porción de tierra —algunas hectáreas llenas de grandes rocas, jungla espesa y palmeras cercanas a un único arenal— los acantilados, especialmente el farallón que se erguía frente a la proa, le hacían aparentar ser un territorio lleno de incertidumbres. 

Arrié parte del velamen, y con precaución para no encallar en los bajíos, me dirigí hasta la pequeña ensenada donde se distinguía la playa. Allí, las olas mantenían un último combate de desigual fuerza que acababa con el sonido hueco de estas al romper antes de la orilla. En tierra no se percibía actividad alguna, salvo un cormorán volando a unos pocos metros por encima del agua con su comida todavía aleteando en el pico. La soledad reinaba cuanto mi vista alcanzaba. La tupida selva de aquella maravilla debía ocultar al resto de animales, también el poblado objetivo final de mis andanzas.

En los siguientes minutos, y siguiendo las instrucciones, me encargué de fondear, dejando que el ancla cayera por la borda, asegurando la puerta de la cabina e hinchando la pequeña balsa neumática con la que debería llegar hasta la orilla. Según remaba, y tras sortear unas rocas plagadas de crustáceos, la marea comenzó a empujarme con ímpetu. El viento soplaba en dirección opuesta a la mía, encrespando la espuma y salpicándome la espalda. Cuando estaba a un par de metros de la orilla, de un salto abandoné el bote. 

Inesperadamente, mis piernas acusaron miles de pinchazos por el agua fría (¿no debía sentirla más templada?), lo que me paralizó durante unos segundos e hizo que mis pies se empezaran a enterrar en el fondo. Sin dejar de agarrar la embarcación, di una larga zancada y en un segundo paso, tiré con fuerza hasta alcanzar rápidamente la calidez de la arena seca. Chorreando sal y pequeñas algas, me aseguré que la resaca no me robara la lancha antes de dejar unas solitarias huellas camino al interior de la isla. Al levantar la vista, fue maravilloso ver como las hojas de las palmeras se mecían bajo el fondo de un cielo azul eléctrico limpio de nubes.

Cada vez más entusiasmado por la experiencia, repasé lo que vendría a continuación. Debía adentrarme en la selva y descubrir la tribu de guerreras que me daría cobijo acogiéndome como un venerado dios. Si las anteriores aventuras ya habían llenado mis sentidos, con la siguiente me aguardaba el éxtasis. Impaciente y algo obsesionado con las imágenes y promesa de atenciones que habían hecho de reclamo, aceleré mis zancadas casi comenzando a correr. Sin embargo, según avanzaba hacia la vegetación, unas incomodas interferencias molestaron mi percepción con el resultado de acabar por verlo todo de forma borrosa. Con pequeños golpecitos en el lateral intenté que estas desaparecieran, pero fue inútil. Dispuesto a quitarme las malditas gafas de realidad virtual y a quejarme ante el encargado, un mensaje con destellos parecidos a fuegos artificiales ocupó toda mi visión: «¡Si quiere completar la aventura, compre ya 1.000 créditos y le regalaremos otros 100!».

—¡Ahora no abandones! —decía con voz sensual el primer plano de la sugerente salvaje semidesnuda con la que, una y otra vez, se cerraba la comunicación.

Sintiéndome estafado, me desprendí de todos los cables y tiré el artefacto al suelo para, ajustándome antes bien el equipo de respiración artificial junto al resto del traje aislante, salir al exterior donde me esperaba una atmósfera saturada de dióxido de carbono y radioactividad. 

El potente rótulo rojo del local con el reclamo de una figura femenina ligera de ropa, alumbró mis primeros pasos antes de adentrarme en las espesas sombras de un territorio por el que solo vagábamos supervivientes masculinos. 

Un planeta agonizante, recubierto por el velo de la contaminación causado por la última de las guerras y la posterior pandemia que acabó con todo el género femenino. Un planeta que aún seguirá aquí cuando ya no quede ninguno de nosotros.

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