La noche es calurosa y las gotas de sudor parecen surfear por los pechos y las caderas de ellos dos. La habitación está a oscuras y por la ventana abierta se escucha una melodía sincopada, un intenso lamento dibujado por el fraseo de un saxo soprano que fluye al ritmo de los acordes sostenidos del piano.
Mientras tanto, entre los pliegues de las sábanas, ella y él juntan el vientre a la vez que deslizan las manos por el sexo ajeno sintiendo cientos de pinchazos. La melodía se va convirtiendo en un siseo y solo unos pequeños golpes de las baquetas sobre los timbales mantienen el ritmo. Es entonces cuando ellos chocan las bocas para morderse los labios y destilar placer por lomas y valles que no paran de temblar.
Con el corazón bombeando sangre a borbotones, las graves notas de un contrabajo subraya la unión de los sexos, la equivoca sensación de dominar y poseer; de ser uno pero formando parte del otro.

Antes de atacar la coda, el aire que respiran parece ser el de un tornado con el estribillo interpretado por el cuarteto al completo. Gritos y gemidos, cada vez más seguidos, hacen que se miren más allá de las pupilas. No dejan de hacerlo hasta que varios espasmos consiguen que se tensen desde la cabeza hasta los pies.
Cuando el final de la canción empieza a dejar paso al silencio y al desmayo, unos labios se vuelcan entre los oponentes y un doble y débil te quiero cierra el encuentro culminado por las últimas notas de Summertime de John Coltrane.