V

Un haz de luz del crepúsculo, como una lluvia de estrellas, se filtraba por la ventana logrando que el baile de reflejos saltara juguetón sobre nuestra piel desnuda. Ariadna dormía. Pero poco antes de hacerlo me había prometido cielo e infierno, asegurándome que nunca más me abandonaría. Yo, rendido y entregado, me había grabado esa frase en el corazón. La victoria no me pertenecía, era suya; ella era la reina, yo me conformaba con poder ser su sirviente más fiel.

Gracias al hilo de Ariadna, de cáñamo en el laberinto y formado por su imagen en mi cerebro al buscarla por esas islas, siempre encontré el camino de regreso, el que me conducía a encontrarla. Por fin, ella había dejado de ser una foto desenfocada y toda mi cabeza, todo mi cuerpo, revivía una y otra vez los besos con los que nos habíamos amado unos minutos antes.

Sin poder apartar la vista de la  espalda y  nalgas de Ariadna, el compás de su respiración era una balada hipnótica con la que nutría mi pecho de oleadas de felicidad. Incapaz de dejar de pensar en la luz de sus ojos en cada ocasión que me había dicho ‘ven’ , totalmente abobado fui dejando que las horas pasaran y la noche ahogara de sombras el maravilloso brillo de ese atardecer.

No quería ser derrotado por el sueño, y me empeñaba en estar consciente dejándome abducir  por el presente que la vida me regalaba. Sin embargo, si antes había caído narcotizado por el agotamiento de mi insaciable persecución, en ese momento era el gozo y la satisfacción de haber llegado a la meta lo que me hacía ir abandonándome poco a poco. Abrazado a ella, no tardé mucho tiempo más en estar dormido. Satisfecho.

Desperté, seguía siendo noche cerrada. Estaba aturdido ¿por qué estaba helado y tiritando?  ¿por qué sentía como clavos puntiagudos presionando mi columna vertebral lo que debían ser los muelles de mi lecho? ¿ por qué Ariadna había desaparecido de mi lado? Me incorporé, tal vez estaría afuera en la playa. 

El cielo, a medias cubierto por nubes, me dejó ver una estrella temblorosa. En el horizonte que el mar dibujaba, un rayo cruzó el cielo hasta caer  sobre el agua. La tormenta aún estaba lejana.

Una y otra vez grité el nombre de Ariadna preguntándola, a continuación,  dónde se encontraba. Los aullidos afilados del viento fueron la respuesta. 

Sentía tan herida mi garganta como lo estaba mi orgullo. Empezaba a sospechar de lo traicionera que podía ser la memoria, convencido, según pasaban los minutos, de que los mitos solo habitan en nuestros sueños. 

Quedaba muy lejano el laberinto, mi lucha contra el Minotauro, el interminable viaje por esos mares e islas, incluso el lecho que habíamos compartido, en el instante que otro fogonazo, este mucho más cercano, iluminó el cielo empezando a caer muy lentamente unos gruesos goterones. Levanté la cabeza y dejé que se me clavaran en la cara como alfileres. Necesitaba reaccionar porque acababa de comprender que los sueños, si se cumplen, quedan desnudos de la magia que los ha creado.

Sin embargo, al mojarme también volví a sentir en la piel los arañazos de nuestra unión, la calidez de su cuerpo mientras éramos solo uno. ¿Había sido un sueño? ¡Qué más daba! Fuera con los ojos de la imaginación o con los que creemos ver la realidad, su boca, su sexo, ella diciéndome que me amaba, ya  formaban parte de mi vida.

No merecía la pena preocuparse si a mi espalda aquella cabaña volvía a ser un lugar sucio e inhóspito. Quizá solo fuera un desvencijado decorado sobre el que primero habían retumbado nuestros gemidos y, más tarde, los pasos de Ariadna huyendo de la realidad para adentrarse en la tormenta. Para seguir perteneciendo a los sueños.

Mis piernas volverían sin descanso a perseguir aquel mito imposible, aquella eterna esperanza. Era mi destino. No encontraría la paz si no era capaz de reescribirlo. Si, una vez más, no me redimía en esa eterna búsqueda.

(Fin)