El paso del tiempo, asesino de recuerdos además del mejor tergiversador sobre lo vivido, me impide completar los puntos suspensivos que aparecerían detrás del habitual «Estimada… », «Querida… ». Ni tan siquiera lo lograría empezando un «Buenas tardes… » ni con un «Hola… » más informal. Por mucho que escarbo en la memoria no consigo recordar como te llamabas. El vértigo que me produce echar la vista atrás tantos años provoca que las letras que componían tu nombre estén muy borrosas y definitivamente olvidadas.

Pero no es así con lo que viví —¿o vivimos?— en aquel lejano momento. Ahora, según escribo estas líneas, mis ojos y mis oídos permanecen como en aquel día, muy abiertos esperando una respuesta, tu respuesta. Lo malo es que también mi visión se ha ido volviendo borrosa y noto un zumbido que me aturde. ¿La causa? Durante todos estos años ha sido mucho lo que ha ido quedando arrasado dentro de mi cerebro, como de igual manera han sido demasiado dolorosas las otras y muy diferentes historias de amor que han quedado incorporadas a este tránsito al que también llamamos vida.

Tu imagen sí consigo que acuda nítida a mi memoria. Y lo que veo es un cuerpo extremadamente delgado y vaporoso, un rostro alargado pero siempre sonriente, pareciéndose a alguno de los retratos femeninos de Renoir.  Apenas distingo unos trazos amarillentos, casi un boceto a carboncillo, destacando como si estuvieran en primer plano, tus ojos grandes y negros. Recuerdo que me sorprendía verlos escarbar entre los abismos que se abrían cuando te miraba, cuando el contraluz vespertino del parque en el que estábamos la última tarde en la que nos vimos, te impedía, a la vez, articular palabra. 

Pasábamos aquellas horas entre tus silencios, que nervioso yo no sabía respetar, y los permanentes temblores de tus manos, delgadas y huesudas. He acabado por pensar que tu nerviosismo era provocado por el miedo. Un miedo que entonces no supe descubrir.

Acabábamos de salir del instituto, ese día terminaba el curso,  y la primavera nos precipitaba hacia un cálido verano. ¿Te acuerdas? Estábamos sentados en un banco, a la sombra de un gigantesco castaño, rodeados de sauces llorones, y la luz filtrándose entre los árboles tenía algo de mágico. Además, podíamos ver un trozo pequeño de cielo y este se mostraba  limpio y muy azul, como en algún cuadro de Velazquez del museo que teníamos tan cerca, solo saliendo de aquel inmenso parque y cruzando la calle. 

Igual de fácil y rápido pretendía juntar mi vida con la tuya, pasando la página del capítulo en el que nos habíamos conocido pero, donde cada vez con más intensidad, buscábamos y necesitábamos estar a solas. El siguiente episodio lo imaginaba mucho más intenso. Por fin, conoceríamos con detalle nuestros cuerpos juveniles,  tan llenos de vida y de promesas. Con esa idea circulando sin cesar por mi cabeza, con una mezcla de miedo y de vergüenza que me hacía pensar si no me irían a estallar las venas, con mis hormonas como motor y esa tarde primaveral como combustible, puse uno de mis brazos sobre tus hombros, me acerqué a tu boca y te besé. Era la primera vez, casi fue la última.

No dijiste nada, tampoco me rechazaste durante aquellos largos segundos. No sé si tú también cerraste los ojos, pero no te imaginas la de veces que yo he vuelto a cerrar los míos para así viajar hasta aquel momento. Cuando nuestros labios se separaron, agachaste la cabeza y empezaste a trazar círculos sobre la tierra con tus sandalias de pequeño tacón. Yo notaba mi corazón a punto de salirse del pecho, aunque empezaba a intuir que a partir de aquel beso por fin volaríamos juntos. Por eso, y sin esperar a más, te pregunté si querías salir conmigo. Era la llave que me permitiría cogerte de la mano y no tener que buscar besos furtivos como el anterior. 

«Mañana te lo digo» respondiste, según levantabas la cabeza y llevabas tus ojos al encuentro de los míos mientras que yo adivinaba, al ver tu boca medio abierta, también una sonrisa. ¿Era esa la señal que convertiría aquel solitario beso en el primero de muchos otros? Aunque pasé por alto que tus palabras se parecieron a un siseo dicho en voz baja, también el escalofrío que  vi atravesar tu cuerpo de la cabeza a los pies, no podía engañarme, tu respuesta, al igual que si me hubiera golpeado contra un muro, me había dejado aturdido. Yo esperaba oírte un sí o, apenas se me había pasado por la cabeza, un buen montón de justificaciones para camuflar el no. Tener que esperar hasta el día siguiente me hacia ir de la decepción a la ilusión como si fuera un barco a la deriva.

La inexperiencia, eras la primera chica a la que me declaraba y a la que besaba, acabó por vencerme y ahora fui yo quien bajó la cabeza para enmudecer y enterrar mis oscuros pensamientos bajo la tierra que pisábamos. 

Mis recuerdos, a partir de ese instante, se comprimen. Creo que pasamos algunos minutos más en aquel parque, sentados  y sin cruzar ni una palabra. Quizá el embrujo que buscábamos allí los dos al terminar las clases se había convertido en humo. 

Salimos del parque cuando las farolas empezaban a  encenderse. Llevaba acompañándote hasta la casa de tus tíos, donde vivías, durante el último mes, por lo que subimos al autobús que te dejaba a unos pocos metros de ese edificio. Un trayecto en el que, al menos conmigo, las dudas sobre tu contestación estuvieron contaminando las pocas frases que salieron por mi boca. 

Nada más bajarnos me cogiste de la mano antes de decir «Hasta mañana, que te llamaré por teléfono a casa »  Un segundo después, te acercaste a mí y me volviste a rozar los labios. 

Distinguí un brillo especial en los ojos con los que me mirabas, a pesar de que enseguida te soltaste para girarte de golpe y salir corriendo hacia el portal. Tus palabras, y también ese postrer beso, me sonaron como la mejor y más prometedora de las melodías para un verano juntos. Y ¿por qué no? para toda una vida juntos. Igual que para cualquier adolescente, para mí el amor solo era capaz de medirlo con la magnitud de mi corta existencia. 

Pero la siguiente jornada no me llamaste, ni la otra. Nunca jamás en todos los años que han pasado desde entonces, más de cuatro décadas ya. 

Aquellos primeros días sin tener noticias tuyas los viví con angustia. Al ver que no me llamabas, lo hice yo en innumerables ocasiones obteniendo de tus tíos y primos  siempre la misma  frase: «Se ha ido al pueblo». 

Más tarde me resigné, o no me quedó mejor solución que resignarme con otras aventuras que fueron apareciendo en mi vida  bajo la efervescencia de la juventud. Pero te aseguro que siempre he perseguido tener aquella respuesta que no me diste a la vez que me preguntaba por qué huiste en silencio, qué te llevó a comportarte así. Ese interrogante lo llevo impreso en mi piel desde aquel día.

Pienso que nunca leerás esta carta, aunque si lo hicieras —las casualidades pueden llegar a sorprendernos— ¿ no seria muy cruel por tu parte seguir  dejándome con mi incertidumbre? 

Antes de concluir, déjame hablarte de aquello que los golpes de la vida me han enseñado. Cuando nos vence el miedo y nos obliga a hacer lo que no deseamos, morimos de alguna manera, nuestros sentimientos se evaporan, como el  agua al cocer,  y somos incapaces de retenerlos entre nuestras manos. Pero si lo que nos vence es una desmedida prudencia, una educación represiva o cualquiera de las razones que te llevaron a tomar la decisión de huir, fuera cual fuera el sentido de tu contestación, defraudamos a la vida, que  siempre se cobra las deudas. 

Esta misiva no es sino un girar la cabeza y echar la vista hacia atrás,  hacía el horizonte más lejano que uno puede distinguir. Quiero suponer que ha habido tantos cataclismos en lo personal, yo los he sufrido, que ese débito que te decía unos renglones más arriba estará amortizado hace muchísimo tiempo. Tal vez esa marca que ha quedado en nosotros sea como una fractura mal soldada a la que debemos aplicar algún calmante en días de lluvia. 

Llega el momento de despedirme, también el de hacerlo para siempre con aquel capítulo que un lejano día pretendí escribir a medias contigo aunque acabara por quedar en blanco. Al menos, espero que las letras de esta carta extraviada, la última página ahora sí de esa extraña aventura que nos tuvo como protagonistas, sirva para que el suceso no vague inconcluso por la eternidad pareciéndose a un espíritu que arrastrara su pena.

Sellaré esta despedida con un beso, uno que llega desde muy lejos para iluminar estos viejos recuerdos, uno que sirva para decirte adiós y desearte lo mejor.


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)