¿Bailas?

Tercera y última parte

La voz de Demis Roussos repetía el estribillo una y otra vez. La chica a la que había pedido bailar, levantó las cejas y sus labios temblaron un instante antes de asentir moviendo la cabeza arriba y abajo. Con seguridad, debía estar tan sorprendida por mi invitación como yo lo estaba de mi valentía. Aunque ya había contestado, mi mano seguía extendida y al brazo le costaba no empezar a oscilar con mis dedos a punto de parecer un flan por la ansiedad que acumulaban. Ella debió darse cuenta y, deshaciendo la postura en la que estaba, se agarró a mi mano. No sé si notaría el sudor que acumulaba, lo que sí hizo fue apretarla fuerte y empezar a levantarse tirando de mí. No pudimos distanciarnos mucho de donde estábamos. Cuando la agarré por la cintura vi que llevaba puesta una chaqueta de lana fina, una rebeca, y una blusa debajo.

Los años han tirado paletadas de tierra sobre mis recuerdos. Esto y el reino de las tinieblas que era aquel improvisado salón de baile, son un muro de acero que solo me deja ver su rostro como si fuera una bailarina de Degas. Una en la que solo se distinguen unos ojos negros enormes y unos labios finos retocados con carmín rosa. 

Me aproximé algo más a mi pareja y empezamos a balancearnos al compás de la canción cuando, para mi sorpresa, ella se aplastó contra mí rodeándome el cuello con sus manos.  Entrelacé las mías abarcando su cintura y sentí, por primera vez en la vida, el latir de otro corazón junto al mío.

Sé que ella era tan inexperta como yo, y que aquel escalofrío que me recorrió entonces la columna vertebral, también ella lo notaba por su espalda. No era habitual bailar tan pegados y menos, una primera vez. Nos comportábamos como si fuéramos una de aquellas parejas que ‘salían juntos’. Pegada mi cabeza a la suya, miré a uno y otro lado, nadie se estrechaba como nosotros lo hacíamos. .

Aquel himno avanzaba pero lo de menos era la música. Al mismo tiempo que la sangre se acumulaba en mi entrepierna, que ella debía estar notando sobre su vientre, sus pechos también se fueron endureciendo. Pero no dejamos de abrazarnos, al contrario, nos fuimos juntando más si cabe. 

Cerré los ojos, inspiré y me llegó un olor a mañana de verano desde su pelo. Este se mezclaba con otro  a madera vieja que salía del cuello. Un aroma que busqué en cada mujer con la que estuve después. 

Deseé con todas mis fuerzas que los violines y el órgano electrónico no dejaran de sonar pero, a diferencia de los temas que duraban muchos minutos, ‘We shall dance’ era de los más cortos. El título se repetía como un mantra y unas apocalípticas trompetas nos anunciaban que se terminaba.

No habíamos cruzado una sola palabra en todo el tiempo que duró la canción. Y, sin embargo, nunca antes alguien me había atraído tanto. 

Mientras que cambiaban el vinilo, durante el corto silencio en el que todavía el eco de ‘We shall dance’ llegaba hasta nuestros oídos, esa chica empezó a retirar su cuerpo del mío. Con suavidad, cogió con una de sus manos el nudo que eran las mías, y lo deshizo. Me fijé en que sus ojos parecían un lago a punto de desbordarse en el momento que pronunció dos palabras:

—Hasta luego.

Fui incapaz de responder, su frase hizo el mismo efecto que ponerme una pistola paralizante sobre el cuello.

Al verla abandonar el salón, me parecía que flotaba. Empecé a reaccionar pensando si habría ido a la cocina o al baño, todavía sin ser capaz de mover un pie hasta que un empellón involuntario de otra pareja me hizo trastabillar. Fui hasta el tresillo, ahora sin huecos libres, y esperé a que regresara. Una idea me martilleaba, seguir bailando y llenar mis pulmones con su olor, sentir como la palma de mi mano volvía a trazar círculos por su espalda. 

Los minutos siguientes cayeron uno tras otro y yo, nervioso, encendí un cigarrillo, algo a lo que me estaba aficionando más por aparentar hacer lo mismo que los adultos que porque en realidad me gustara. No fue el único, con la colilla de ese prendí el siguiente y con esa, unos cuantos más hasta acabar la cajetilla. Pero ella no aparecía. Fui en su búsqueda, no estaba por ninguna otra estancia y pregunté por ella a los que vi en la cocina, una chica solo recordaba haberla visto dejar la casa en silencio y apresurada hacía ya bastantes minutos.

Salí al exterior y la escasa luz de las farolas me devolvieron una calle vacía con unos gatos persiguiéndose. Me recosté en el muro de la casa, bajé la cabeza y me pregunté, ese día y muchos después, qué la habría ocurrido para huir como lo hizo. 

Pensé que aquellos pocos minutos en los que nos atrevimos a sentirnos, si no había sido como el choque de dos placas tectónicas y si esa era la causa del terremoto que la llevó a desaparecer. Tal vez, solo se avergonzara por dejarse llevar por una extraña pasión, solo estuviera atemorizada de ella misma al abrazar a un chico por primera vez. 

Entré a la casa y durante el tiempo que seguí allí, vagué como el humo de mis cigarrillos del patio al salón sin ser capaz de volver a bailar con otra chica. Ni esa jornada ni en los siguientes bailes. Recuperarme, me llevó tiempo. Olvidarla, sería imposible.

Las imágenes de lo que sucedió se funden a negro y aparece la palabra fin sobre mi recuerdo. 

Pocas veces volví a ese barrio, a aquella casa nunca. Durante años, la busqué entre la gente que veía paseando por las aceras, por el metro y en los parques. Siempre deseando cruzarme con ella y preguntarle qué fue lo que sintió cuando bailamos ‘We shall dance’. Aunque la vida no nos hubiera juntado, a menudo fabulaba que nos encontrábamos en cualquier lugar: un aeropuerto, un vagón de tren o la cola de un cine eran mis favoritos, y allí, tras reírnos de lo jóvenes que éramos, le preguntaría si se casó y si tuvo hijos, si engrosó como yo las listas de parados, pero, por encima de todo, querría saber que pensaba cada vez que oía ‘We shall dance’. 

Los años pasan, cuarenta y tantos desde aquel día, y aunque a nosotros nos parezca habernos movido muy poco y ser siempre los mismos, hemos cubierto un largo camino. El pelo desaparece, se nos redondea la figura y las arrugas de la cara son las muescas que representan nuestras separaciones y cada fracaso sentimental. Esto nos hace irreconocibles a los demás por mucho que nos empeñemos en mantener siempre una llama ardiendo sobre los recuerdos.

Hace apenas unos días en la televisión apareció un video de Demis Roussos cantando   ‘We shall dance’. Tras dos divorcios, llevaba un año feliz con mi nueva pareja a la que había conocido en mi trabajo poco antes. Al terminar la canción le dije que si le contaba todo lo que significaba para mí quizá se pondría celosa.  Me animó a hacerlo y, nada más acabar, vi que sus párpados parecían el muro de un pantano. Cuando se desbordaron, le acerqué un pañuelo. Una vez que moqueó y lo empapó, tomó aire mientras llevaba una mano al pecho, para decirme entre sollozos: 

—Si no me hubiera ido, no sé qué habríamos hecho en uno de aquellos cuartos. Siempre me arrepentí, siempre soñé, como tú, que nos volvíamos a encontrar. Lo que nunca pude imaginar es que estaría a tu lado doce meses sin saber que la persona a la que amo hoy es la misma a la que primero amé. 

La abracé, la besé y solo puede añadir:

—¿Bailas? 

Fin