(Tercera y última parte)

El cohete despegó y la nave ‘Redentor’, de la cual yo era un mero pasajero, fue al encuentro de Turamachok. Dos días y nos veríamos frente a frente. Todas las cadenas de televisión emitían las mismas imágenes. 

Este era otro acuerdo mundial, la grabación se pasaba diez minutos después de producirse apareciendo como si fuera en directo. De esta manera, los asesores podrían manipularla en el caso de algún imprevisto. No lo creí necesario. Cuando me dijeran que me levantara y flotara, lo haría; cuando me dijeran que me pusiera frente al teclado e hiciera que introducía datos, también. Yo no sería un astronauta sino otro Tom Hanks, Ed Harris o Gene Hackman rodando una escena.

Pero algo extraño me había sucedido al despegar. Durante la cuenta atrás, a la vez que inyectaban hidrógeno liquido al cohete, empecé a pensar qué hacía yo ahí adentro. Era como si a mi también me inocularan un líquido corrosivo por las venas. Ya era astronauta, ya había cumplido el sueño de mi padre ¿qué sentido tenía ser el protagonista de esta misión con más cartón piedra que el decorado de una ópera? Al igual que mis supuestas tareas en la nave, realizadas para engañar a la humanidad y conseguir que no entrara en pánico, mi vida hasta ese instante había sido un cúmulo de engaños. Lo único cierto era que, una vez cumplido el sueño de mi padre, me sentía vacío.
Frustrado, la apatía, un efecto secundario de  mis pensamientos, se adueñó de mí. No sé si también culpar a los asesores políticos,  siempre interesados en anular mi voluntad, o a las prisas por llevar a cabo el lanzamiento. El resultado fue que cada vez ejecutaba las pocas órdenes que debía cumplir con más desgana.

Cuando faltaban menos de dos horas para que los fuegos artificiales los iniciara el control de la misión, ni prender aquella mecha me dejarían, en una de tantas ocasiones en las que me ordenaron sentarme frente a la pantalla para el disfrute de la audiencia mundial, el estado de aturdimiento general y los pensamientos sombríos que llevaba soportando desde el despegue hicieron que, aunque sabía que no debía apretar ningún botón, una voz dentro de mí me dijera que ya estaba bien de actuar ¿no era astronauta? pues mejor serlo y recuperar el control manual  de la trayectoria de la nave introduciendo varios comandos en el ordenador de abordo. 

El caso es que la voz de Bill, y muchas otras detrás, por poco no me rompen el tímpano unos minutos más tarde. ¡Había desviado la trayectoria de Redentor y, en la posición hacia la que me dirigía, el rayo de iones contra Turamachok solo lo acariciaría.
Tras unos minutos en los que no hubo ninguna transmisión, escuché una voz femenina. Alguien por encima de Bill debió pensar que aquellos gritos  no eran persuasivos. La mujer me dio varias órdenes, aunque me hablaba como si estuviésemos bailando muy pegados, yo creo que hasta esa contingencia la tenían planeada. Aquella voz sensual pretendía que manualmente corrigiera el rumbo. No sé si alguien se dio cuenta de cómo me ardían las mejillas ante la continua manipulación a la que me sometían. Tan mal me sentí que no cumplí del todo con esas instrucciones.

Lo que nadie calculó, incluyéndome a mí, es lo que vino a continuación. Por las voces e insultos en las que se había transformado esa misma atractiva voz, enseguida comprendí que letal para lograr mi objetivo. Al igual que todos los miembros de la misión en tierra, yo también me llevé las manos a la cabeza.  Me había precipitado al lanzar en persecución de Turamachok los tres vehículos con las cargas atómicas. Estando aún lejos, explotarían antes de impactar de lleno en el ángel exterminador de nuestro planeta.
La misión sería un fracaso y yo, el más torpe de los astronautas o el más torpe de los actores, sería el único responsable.

Me quité el auricular, no quería escuchar a nadie y me acurruqué en un rincón, aunque por la ingravidez más pareciera una de esas pelotitas de los primeros videojuegos al rebotar una y otra vez contra las paredes de la nave. 

El estallido de las bombas no me sorprendió y me dispuse a ser alcanzado por la explosión. Pero nada pasó. Redentor ni se inmutó. Sin embargo, la pantalla de datos se apagaba y encendía cada segundo con un nuevo mensaje. Me agarré a un asa del techo para acercarme a mirarla. Si iba a tardar en morir, mejor sería saber cuándo. 

No me lo podía creer, Turamachok, que solo se había partido en dos trozos, nunca colisionaría con la Tierra debido a que la gravedad ejercida por una de las partes sobre la otra lo alejaban de la trayectoria de nuestro planeta llevando esos cachos hasta la superficie lunar. Los cálculos científicos, incorrectos en parte, la casualidad, mi falta de destreza y mi tardía sublevación habían salvado a la humanidad. Lo que no veían desde Houston era la manera de hacerme regresar. Mi trayectoria también me dirigía derecho hacia la Luna. En día y medio alunizaría, más bien impactaría, en algún cráter del Mar de la tranquilidad. 

Según la tierra se hacía cada vez más diminuta, comprendí, por primera vez en mi vida, que las casualidades no existen. Sí en cambio la sincronía de los fenómenos relacionados con lo que haces y con las repercusiones que estas traen consigo. Mi torpeza natural, el empeño de mi padre en subirme a un cohete espacial, la amenaza de extinción de nuestra sociedad debido a Turamachok, los políticos… todo se había alineado en el universo para dar sentido a cada uno de mis actos. Algo mágico y desconocido para nuestra mente, una ley cósmica que ni intuíamos, se había ejecutado para que la humanidad siguiera su camino y para que yo fuera el hombre más feliz de cuantos planetas, estrellas y galaxias existían.
Mi sonrisa, ahora completamente espontánea y sincera, era una imagen fija en todos los televisores de la Tierra.

Sabía que no me llevarían de regreso, aunque pudieran los políticos nunca lo aprobarían. Yo moriría feliz. En primer lugar, porque mi padre se sentiría el hombre más orgulloso del mundo; en segundo porque me había convertido en un héroe real, uno por casualidad, pero héroe, al fin y al cabo. Y, en tercero, porque, por fin, mi vida había tenido el sentido que antes nunca había encontrado.
Si en algún momento pasó por mi cabeza parecerme a Bruce Willis, ahora, como en Space Cowboys, como Tommy Lee Jones, era un privilegio saber que mi último aliento sería contemplando nuestro planeta azul.

Fin

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