A Hawa le duelen las piernas y el aire le huele a sal. Como un ciempiés moribundo, una cadena de veinte hombres y mujeres, de piel bruna como la de Hawa, se camuflan entre las sombras. Fantasmas que nadie ve tras ser abandonados por el sol; que nadie escucha porque sus gargantas son rehenes del silencio.

En la cabeza del grupo alguien se detiene. Los demás, un pelotón de autómatas con mochilas y bolsas de deporte por armamento, repiten el gesto. Unos suspiran aliviados; otros tosen con sordina. Hawa hunde sus sandalias de goma un poco más en la arena. Su pálpito por alcanzar la otra orilla, también.
Aguantándose la zona lumbar levanta la cabeza al cielo todo lo que puede porque cada lunar brillante de allí arriba, cada uno de esos minúsculos focos, le habla: «¡Sigue, no te pares; estás tan cerca!»

Hawa sonríe. Conoce a todas las estrellas, siempre estuvieron ahí cuando las buscó. De niña cuando por las noches pegaba a su pecho la ‘Barbie’ sin brazo y desnuda que encontró recogiendo basuras. Un poco más mayor, al sentir por primera vez de madrugada el alambre caliente quemándole la tripa. Ya mujer, mientras escapaba al anochecer de su barrio con Dosu, del que ya solo queda unos latidos y patadas que siente cuando pone sus manos sobre la barriga. Tan abultada como está, solo el caparazón de lona y nailon que lleva a la espalda equilibra el peso que soporta. Dentro de varias cremalleras, junto a los pocos fotogramas que acaban de cruzar por su mente, guarda el ajuar que ha acumulado: un vestido, tres camisetas, unos vaqueros y dos mudas de ropa interior. En cuanto embarque, los mismos luceros que ahora le dan aliento velaran el agujero en la playa donde enterrará los últimos catorce meses huyendo desde Bamako.

Deja el equipaje en la tierra. Con mucha dificultad, intenta doblar la cintura para darse un masaje en los tobillos. Parecen tan gruesos como las pantorrillas, se dice. Pero no lo consigue, tampoco tiene tiempo para intentarlo otra vez. La marcha se reemprende. Sus pasos levantan polvo y esparcen sudor y sueño por aquel sendero.

Escucha un rumor seco, algo que confunde con la respiración de un moribundo gigantesco. Pero solo son las olas pateadas por el viento hasta entregarlas a la arena. Entre juncos y pitas atraviesan una empinada loma donde el camino ya no existe. En la cima, el ventarrón le arrebata el pañuelo que lleva sobre la cabeza. El hombre que marcha detrás de ella resopla antes de gritarle que no se pare, pero la bajada parece un muro vertical. Hawa tirita, aunque esté sudando. Es difícil no rodar por la pendiente, algunos lo hacen. En cada paso, los pies son engullidos por el albarizo que parece retenerlos. Se repite el «sigue, estás tan cerca» de antes. Lucha por no caer, teme aplastar a la vida que lleva dentro y cierra los puños.
Es sobrepasada por otros compañeros aunque con cada zancada atraviese un abismo. No tarda mucho en distinguir unas manchas blancas que se mueven como jinetes al galope. Es la espuma que la seduce con ese chisporroteo a la vez que queda inoculada por el miedo a todo lo salvaje. Pero Hawa sabe que también es el principio del final a su larga pesadilla.

La piel se le encoge tanto como su corazón cuando diminutos proyectiles de arena la golpean en las mejillas sin que apenas pueda abrir los ojos. Ella no se protege, sus manos solo lo harán con el latido extra que transporta. Abajo, la procesión se rompe por completo. Los que ya han llegado se agrupan en un circulo y una voz repite que descansen, que pronto subirán a las lanchas.

Hawa se ha sentado y siente como se le humedecen las nalgas. Está más tranquila; antes del amanecer vendrán, dijo el guía. Aunque la carrera de olas y el ruido que producen no se haya apagado, el vendaval ha amainado y ya puede abrir los ojos sin que nada los martirice. Por eso se ha colocado frente al mar y respira aquel olor que le recuerda a su madre cocinando manokó con yuca. Por eso mira más allá de la pared de oscuridad que la separa del mundo. Y por eso se restriega los párpados varías veces cuando le parece distinguir una pequeña luz con destellos rojos que oscila en la lejanía. Igual que cada minuto que pasa se bambolea su deseo por subirse al cayuco con el que cruzará hasta la otra orilla.

Apenas ha comido en todo el día. Sabe que no debería haberlo hecho, pero no le queda dinero. Las dos barcazas aparecen. A veces, degollando las olas; en otras, devoradas por ellas. Se ha levantado cuando una mano ha tirado de la suya y porque aquellos sarcófagos ya están a punto de tocar la arena.

El agua está fría y siente un pinchazo en el vientre. Se asusta, pero, sin explicarse cómo, de repente tiene la madera bajo sus pies y a otra piel húmeda y sudorosa a su lado. Se acurruca, eso le han dicho, y espera poder pronto pisar de nuevo tierra firme. 

Romper las olas y viajar en aquella noria le ha hecho vomitar. Bilis, porque dentro, salvo la vida que le acompaña, no tiene nada. El motor ronca de manera constante e intenta distraerse imaginando si ese sonido es como el de la motocicleta de Dosu. Montados los dos, su mejilla en la espalda de él, sus brazos estrechando aquella cintura de hierro, le hacen llorar y elevar la vista buscando el consuelo de las estrellas. Entonces, se da cuenta de que cuando la oscuridad reina, la noche es igual en todos los mares, en la cima de todos los montes, en medio de cualquier desierto o selva.

A pesar del frío que nota en la nariz, siente cada vez más un extraño calor interior y como si la acuchillaran desde dentro. El liquido caliente que empieza a derramarse por sus muslos hace que vuelque toda la atención entre las piernas. Se le escapa un grito cuando un  foco  los deslumbra desde un barco en el que unos hombres hablan en un idioma que no entiende.
Hawa, sin poder incorporarse, no alcanza a ver nada aunque escuche a una voz diciendo que ya se distinguen luces en el horizonte. Ella no lo sabe, es la costa de Motril.

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Photo by Fred Moore 1947