—Romeo, no, no y no. Mil veces no. ¿No lo sabías antes? Nunca pasaré mis vacaciones con tu madre, con una Montesco… ¡Entérate! en Florencia nadie nos va a invitar a ninguna fiesta. Ya sabes que allí son más de los Capuleto.

—Pero mi amor… ¿cómo le voy a decir que no? ¡Con la ilusión que le hacía! Además, me dijo que estaría encantada si va al mercadillo contigo porque tu gusto por los vestidos no lo tiene ninguna otra joven de Verona.

—¿Y quiere ir conmigo de compras…? ¡Ah, no. Por ahí, tampoco paso! Lo mejor será que me vaya con mi padre a Venecia, tiene una entrevista con el Dux y a mí me encanta escuchar cantar a los gondoleros.

—Si lo haces, yo me hago franciscano. Llevamos mucho tiempo planeando este viaje para que, ahora, unos y otros lo conviertan en imposible. ¿Y si viajáramos a Roma? Mi madre no querrá volver, estuvo el pasado año y no le gustó nada; dijo que mucha gente, mala comida, sucio y, todo lo antiguo, roto. 

—En Florencia, no me quería perder el Baptisterio, me han dicho que es precioso. Quería ir a la platería de Benvenuto Arsi en el ‘Ponte Vecchio’, ¿o te piensas que seguiré loca por ti sin antes tener un anillo de compromiso? Y por una vez, estoy de acuerdo con tu madre, Roma es una pocilga y, en el verano, hasta el Papa Gregorio huye de allí.

—Julieta, puedo comprártelo en cualquiera de las que hay en la ‘Piazza delle Erbe’, en estas de Verona hay tan buenos orfebres, si no mejores, que los de esas tiendas pequeñas y húmedas sobre el Arno. ¿Quién en su sano juicio se le ocurriría poner tiendas sobre un puente? Solo a los florentinos, que, si pudieran, por unas cuantas monedas venderían su propia alma a cualquiera.

—Está claro que no quieres mi felicidad…

—Sí, mi amor. Déjame hacerte feliz, subo esta noche a tu alcoba y te haré reír, soñar, tocar las estrellas con la punta de tus dedos.

—No piensas en otra cosa. Ya te he dicho que mientras que fray Lorenzo no nos case, las noches las pasaremos tú en tu cama y yo en la mía.

—Ahora que lo mencionas. Se me está ocurriendo algo. ¿Por qué no le das una excusa a tu padre, que tienes fiebre o el sarampión, y te quedas en casa. Yo emprenderé viaje a  Florencia con mi madre, pero en la primera posada, le digo a mamá que debo regresar porque el Conde de París nos reclama un impuesto enorme por el castillo. Regreso, nos encontramos en la Iglesia de San Francisco del Corso, fuera de la muralla será más discreto, y allí nos casamos. Y después, huimos de vacaciones a dónde tu quieras.

—No sé, ¿no será muy arriesgado… ?

—Julieta Capuleto, ¿tú me quieres? 

—¡Vaya pregunta! ¿Cómo lo dudas? 

—Porque nada te parece bien. Cuando no es mi madre, es cualquier otra cosa. ¿Te acuerdas de mi amigo Andrea, el arquitecto?, me ha invitado a Pisa. Están terminando una maravillosa torre campanario y me ha pedido que acuda a la inauguración. Tu vete con tu padre, te vas a enterar de lo que es una pocilga cuando huelas el aroma putrefacto del Gran Canal, que yo me iré a ver esa maravilla.

—Haz lo que quieras … solo deseo que esa ‘maravilla’ sea un fiasco y se caiga poco a poco. Adiós, Romeo Montesco

—Yo esperaba algo distinto de ti pero, a estas alturas, no creo que jamás nadie nos vea como ejemplo de enamorados. Aunque me han contado que hay un bardo inglés que está buscando historías de amor. Pero, supongo, que tú y yo nunca le inspiraremos dada esta relación tan rara que tenemos. Adiós, Julieta.