Strawberry fields
Hay viajes que se ven envueltos por el misterio y la magia. En ellos no solo descubrimos paisajes y situaciones excepcionales, también sirven para encontrarnos con la raíz de lo que somos, o de lo que acabaremos siendo. Si la aventura de ese viaje forma parte de un recuerdo, puede suceder algo muy parecido. Es frecuente que el paso del tiempo convierta las imágenes de nuestra memoria en fotogramas rayados apenas sin color, o que, por ser tan lejanos, nos de la sensación de que pertenecen a otra vida distinta a la que hemos vivido. Pero aquellos recuerdos que forjaron lo que somos siempre se ven impolutos, frescos como si hubieran sucedido ayer.    

Ocurrió en los últimos años de mi adolescencia, lejos de España, en Londres. Acompañado de un amigo y compatriota, atravesaba una mañana del mes de julio el vestíbulo de la estación de trenes más grande que jamás había visto. Innumerables vagones y maquinas detenidas en las vías, junto a un enjambre de andenes y viajeros no puso nada fácil dar con nuestro tren. Nos extrañó que el vagón estuviera vacío, también que no estuviera dividido en compartimentos como habíamos visto tantas veces en las películas. Miramos varias veces los billetes, no cabía duda, era el nuestro. Nada más sentarme, pegué la frente al cristal, el día era espectacular, incluso cálido, casi todo aquel verano lo había sido, y el sol que se colaba por la ventanilla invitaba a soñar tumbado sobre la hierba de cualquier parque londinense. En ese momento, no era conocedor que estaba a punto de verme envuelto en una larga ensoñación, tan mágica como misteriosa.

Sentado delante de mí, entregado a la lectura de un libro prohibido por entonces, igual que tantas otras cosas en nuestro país, mi compañero de viaje y aventuras apenas cruzaba palabra conmigo. Íbamos hacia el norte, poco más de cuatro horas y llegaríamos a Liverpool, cuna de ‘The Beatles’, a los que idolatraba con la fuerza del tardío adolescente que todavía era. Un amigo de mi amigo nos había invitado a pasar un fin de semana en su casa. En aquella ciudad podría empaparme algo más del imperio del que aún presumían, de perfeccionar el idioma y, lo más importante, visitaría la cuna de mi grupo favorito. 

Quedaban todavía unos minutos para que nos empezáramos a mover y, mientras que me entretenía mirando el incansable trasiego de ferrocarriles, no reparé en la mujer que acababa de entrar en el vagón hasta que escuché el gracioso taconeo que producía al andar. Era alta, corpulenta, pelirroja y joven, no parecía haber llegado a los veinticinco.  Llevaba un vestido largo, de color crema salpicado de pequeñas flores amarillas, y con un generoso escote que resaltaba su pecho. Pero no era lo único por lo que conseguía que la gente volviera la cabeza a su paso, también lo era su llamativa piel lechosa y unos felinos ojos azules. 

Pocos instantes antes de partir, un hombre, también joven y elegante aunque algo más mayor que la pasajera, con corbata roja y un ajustado traje de alpaca gris oscuro de tres piezas, subió al tren y ocupó un asiento frente a la mujer. Enseguida se quitó la chaqueta y, al mismo tiempo, dio los buenos días sin dirigirse a nadie en especial. No tardó en parapetarse detrás de un tabloide con titulares imposibles de entender para mi ortodoxo conocimiento de aquella lengua. Nadie más entró al vagón, quedando ocupada la zona central únicamente por ellos y nosotros con el pasillo como separación. 

Según el tren iniciaba su marcha, y yo intentaba concentrarme en lo que veía afuera, escuché a los otros viajeros intercambiar algunas palabras. La curiosidad, lo confieso, hizo que de nuevo me volviera hacia ellos. El hombre había cerrado el periódico y la chica soltaba sonoras risas a algo que él acababa de decir. Era evidente la corriente cálida que se había formado entre la mirada de ellos dos. En aquellos primeros minutos me dediqué a observar el paisaje tanto como lo que ocurría al otro lado del pasillo. Me parecía increíble la espontánea intimidad con la que se trataba esa pareja que solo el azar había reunido.

En una de las ocasiones en las que miraba hacía el exterior, fuera ya del inmenso núcleo urbano, aunque este nunca acabara por diluirse del todo, alcancé a ver pequeñas laderas en las que destacaban interminables hileras de matorrales con las hojas verdes. Si uno se fijaba bien, entre el verdor llegabas a distinguir pequeñas motas de puntos rojos. Una extraña combinación que dejaba un tinte mágico a la soleada mañana. 

El tren circulaba muy rápido, de manera vertiginosa, sobre todo comparándolo con los desesperantes desplazamientos que era viajar en los ferrocarriles de la Renfe. Sin saber bien por qué, aunque pudiera ser por dejar la vista fija en los rápidos postes que cruzaban delante de mí, creí marearme. Pensé que si seguía mirando así el paisaje acabaría hipnotizado. Cerré los ojos y llené varias veces de aire los pulmones expulsándolo poco a poco. Pasaron unos cuantos segundos y, ya más calmado, empecé a sentirme recuperado. Por si acaso, antes de levantar los párpados, giré la cabeza hacia el otro lado del vagón. 

Lo que vi me hizo enarcar las cejas y, como pude, ahogué una exclamación tapándome la boca. Mi amigo, sobresaltado por este gesto, levantó y giró la cabeza para observar lo que hacían los otros viajeros. Ni media hora hacía de nuestra partida y la pierna al aire de la chica, con la falda recogida hasta las caderas, estaba desplegada sobre el asiento del hombre mientras este, volcado hacia ella, le acariciaba el muslo con una de las manos. A la vez, y con el dedo índice de la otra mano, jugaba a deslizarlo por los labios de la mujer. Carcajadas y guiños completaban el cuadro. Y lo más curioso, ni se inmutaron al ver que los mirábamos con descaro.

¿Carantoñas amatorias en público y a plena luz del día? En mi país, lugar cerrado, llevábamos siglos oliendo a sacristía, bailando al son de charangas y panderetas, orando y embistiendo a la vez, como escribió Machado. No hacía ni un mes que un guardia estuvo a punto de ponerme una multa por besar a una chica en un banco del parque…

Pasado un tiempo, más de la mitad del trayecto ya estaba consumido, y sin haber intercambiado muchas palabras entre ellos, el hombre se levantó y fue a sentarse al lado de la mujer. Sin otro preámbulo o excusa, se abrazaron con fuerza, se acariciaron y se besaron como si tuvieran urgencia por hacerlo. Ni sentían vergüenza ni disimulaban la atracción que sentían. Llegado ese punto, vi como el hombre manoseaba los grandes pechos de la mujer mientras que con la otra mano deslizaba los dedos entre cabello y nuca. Mis pocos años, o los efectos colaterales de una moral a punto de extinguirse, provocaron que me sonrojara. También lo estaba mi compañero, que entre nerviosas risitas simuló enfrascarse de nuevo en el libro. Giré la cabeza y, resignado además de tener las mejillas enrojecidas, decidí centrarme en aquel fulgor rojo entre los matorrales que veía entre las colinas, en el constante y veloz transcurrir de casas, carreteras y personas, aunque me volviera a sentir indispuesto.

Unos minutos más tarde apareció el revisor para pedirnos los billetes. Era un hombre mayor de pelo blanco y pulcramente uniformado. Los repentinos amantes se vieron obligados a parar los escarceos mientras buscaban los billetes en el bolso y la cartera. Ella, señalando al otro lado del cristal, le dijo algo que no pude oír al empleado. Ese hombre, sin apenas mover un músculo de la cara, en un correcto inglés respondió: «Yes, ma´am, indeed look splendid the(No me había dado cuenta, eso eran…) strawberry fields».

Eran campos de fresas y, a la vez que mi cabeza se llenaba con las notas de esa canción, nada de lo que pasaba parecía estar sucediendo. Tal vez fuera la velocidad y los postes, tal vez el brillo de esos trazos rojos entre la fronda o aquellos amantes, pero aquel viaje se estaba convirtiendo en mágico y misterioso. Igual que el perpetrado por mi grupo favorito, igual que la melodía de Strawberry fields sonando dentro de mí una y otra vez.

Los amantes siguieron enzarzados con tozudez en su deseado combate y nosotros, al menos yo, mudo testigo de esa especie de sueño, intentando, pero sin conseguirlo del todo, absorber el recuerdo de los campos y de los pequeños pueblos que atravesábamos mucho más que la fogosidad de los vecinos del otro lado del pasillo. 

Cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino, con el tren moviéndose ya muy despacio, la pareja abandonó con rapidez el vagón. Pasando de uno a otro, los vi alejarse hacía el principio del convoy. Parecían tener mucha prisa por llegar. Cogidos de la mano, desprendían amor y sexo a cada paso. Dejaban un aroma inconfundible, como las imágenes de sus besos, igual que los maravillosos campos de fresa que acabábamos de cruzar, siempre tan presentes desde entonces en mi vida. 

Cuando el tren se detuvo por completo, estaba aturdido, quizás aún algo mareado. Haber tenido la cabeza pegada mucho rato a la ventanilla, o aquellos amantes a los que miraba a hurtadillas, debían ser los culpables. Recogimos nuestras bolsas y fuimos saliendo. Despacio, casi a cámara lenta. Como dejando un sueño para, quizás, entrar en otro. 

(Continuará)