Tomó aire hasta que sus pulmones estuvieron llenos y lo fue soltando poco a poco a la vez que cerraba la tapa del ordenador. Se acababa de recostar sobre el respaldo de la silla y fue repasando mentalmente los últimos cuatro meses. No había hecho otra cosa en ese tiempo que imaginar, escribir y corregir su última  novela. 

Había conseguido emocionarse con el protagonista, Leonardo da Vinci, y su ayudante, Giovanni, también sintiendo odio por algún otro personaje, como el inquisidor Gambara.  Tanto se había implicado que era como si él hubiera vivido las peripecias que solo su imaginación había desarrollado.  Aguantó las frías madrugadas del invierno, cubriéndose de bufandas y mantas, o el calor del verano, durmiendo de día para escribir de noche. Ahora, una vez atravesado todo un océano de vientos furiosos y de grandes encalmadas, lo que  para él significaba sentarse delante del ordenador a escribir, lo único que le faltaba era desembarcar y conquistar el territorio de las ventas y del éxito. Algo que antes nunca había logrado ya que solo había cosechado fracaso tras fracaso. Pero en esta ocasión tenía un plan infalible para triunfar.

La historia que había escrito alternaba escenas de la vida de un Leonardo da Vinci niño, observador durante horas del vuelo de los pájaros, con otro tiempo narrativo sobre el mismo protagonista y mientras que este estaba en  su último año de vida. Tras haber diseñado y construido uno de sus ingenios,  era Giovanni quien conseguía volar en él.  Todo ese hecho se desarrollaba de la manera en la que el maestro había calculado, pero sin más testigos que ellos dos. Junto a la crónica del acontecimiento,  en la novela, aparecían intercalados informes de la Inquisición sobre el diabólico aparato volador y el proceso reservado que dirigió el radical Gambara con el fin de destruirlo y no darlo a conocer. Finalmente, Leonardo enferma y muere, el ayudante es encerrado en una oscura mazmorra y todo el material quemado siendo la hazaña olvidada. 

La novela estaba narrada con una prosa sencilla pero también salpicada de poesía. Esta característica, junto a unos diálogos muy  ágiles, le habían convencido de que el lector no levantaría la mirada de esas páginas, además de que el ritmo narrativo, mezcla de intriga y aventura, le llevaban a pensar que había escrito su mejor obra. 

Solo le quedaba derrotar a lo que el destino le había dejado hasta entonces y pasar a convertirse en un escritor de éxito. Mucho antes de ponerse a escribir una sola frase del libro que acababa de concluir, había pasado horas y horas urdiendo un plan. Como si fuera un general preparando la batalla, con la que ganará la guerra, había analizado un sinfín de alternativas, estudiado todas las variables, redactado y repasado en infinidad de ocasiones cada hito que debería realizar nada más poner la palabra fin en la última página. 

Ahora ya solo le quedaba prender la mecha que haría arder el fuego. En su caso, el fuego sería ganar uno de los premios de novela más prestigiosos del país, la única manera de vender como Coehlo, Ruiz Zafón o Pérez-Reverte.

Imprimió tres copias de la novela y la plica, las guardó en distintos sobres de color sepia y  metió todo en otro sobre enorme de papel kraft marrón. En cuanto lo tuvo, se dirigió a la oficina de Correos. Por el camino fue pensando que el premio del concurso no se le escaparía esta vez  No le ocurriría lo mismo que con el centenar de relatos que había desperdigado por casi todos los certámenes del país, donde nunca había sido premiado. En un armario guardaba varias cajas con prácticamente las ediciones al completo de los dos  libritos auto-editados que había publicado con esas obras. No le pasaría igual que con las anteriores novelas, condenadas al ostracismo al nunca verse galardonadas ni aceptadas por editorial alguna. Esta vez, la clave de su éxito solo dependería de él mismo.

Delante del funcionario que certificó el envío comprobó de nuevo si los datos del destinatario habían quedado claramente reflejados. Así era. Con una última mirada, se despidió de su querido Leonardo observando cómo el sobre era colocado junto a otros de diverso tamaño en un saco a rebosar de cartas y paquetes que había tras el mostrador de la oficina postal.

Volvió a la casa, encendió la cámara del ordenador y, sentado frente a ella, se conectó al programa donde se podía tanto ver cómo emitir en directo los vídeos más disparatados o estrambóticos. Mostrando un primer plano de su rostro, sin apenas mover un músculo de la cara, miró sin pestañear al centro del objetivo y empezó su discurso en un tono suave, vocalizando las palabras como si cada una arrastrara a la siguiente. Lo tenía tan memorizado, lo había practicado anteriormente tantas veces, que sus frases fluían de una forma natural, lo que sin duda conseguiría atrapar el interés de quien lo fuera viendo. Uno a uno describió cada rechazo, pero sin querer dar lástima ni parecer un resentido. Demostró con ejemplos suyos como  las editoriales no arriesgaban con autores desconocidos, priorizando los intereses económicos en contra de los literarios, pero como, de igual manera, tampoco el gobierno se esforzaba por apoyar  la creación literaria.  La cámara no recogió el instante en que, cerrando  los puños, sus latidos se aceleraron cuando dijo que por haberse dedicado al oficio de escritor, la vida le  había dado la espalda. 

Llegó a la parte final de su intervención. Dijo que se encontraba  en perfecto estado, tanto mental como físico, pero que no quería volver a sentirse rechazado. A continuación, mencionó el título de su obra: ‘Vuelo frustrado’ indicando al concurso de novela al que lo había enviado. En ese momento, apareció en la pantalla un rótulo con el título del video que se estaba emitiendo: «Suicidio de un escritor en directo». Así él lo había dejado escrito cuando se identificó y cargó los datos de la transmisión. 

El mensaje empezó a desplazarse de izquierda a derecha de la pantalla y la pequeña ventana donde aparecían las personas conectadas viendo en directo la emisión fue aumentando de número exponencialmente. De una docena se pasó a cincuenta y cinco y de ahí a setecientos catorce. 

Cuando la cifra superó los mil visitantes supo que había llegado el momento final. 

Sin decir ni una palabra  más, amplió el encuadre de la cámara primero para ir tomando aire después. Al mismo tiempo,  empezó volcar sobre su mano las pastillas que paralizarían su corazón en pocos segundos. En un gesto rápido, las llevó a su boca y las tragó. Un minuto despues se le podía ver recostado sobre la mesa aunque con los brazos caídos. Salvo por ese detalle, parecía un hombre durmiendo plácidamente sumido en felices sueños.

Tal y como había supuesto, a las pocas horas del suicidio la grabación era visionada cientos de miles de veces por internet. De nada sirvieron los tardíos esfuerzos de los administradores de la página por retirarlo.

Pero en cada comentario que los usuarios de las redes dejaban, se leía que solo los movía la curiosidad o el morbo, y todo el interés se centraba en reírse de la manera en la que aquel infeliz acababa con su vida.  A nadie le preocupaba qué motivos tuvo para haber tomado tal decisión. Mucho menos, nadie mostraba curiosidad por la novela. 

A pesar de que esta historia sobre el genio y pintor italiano jamás se publicó, de no haber sido por un pequeño detalle, el plan del escritor podría haber funcionado. Como había imaginado, los organizadores del evento literario quisieron aprovechar el suceso para aumentar las ventas y la popularidad del certamen. Sin embargo, no les fue posible, hasta la sede de la editorial jamás llegó novela alguna sobre Leonardo que aquel trastornado de la grabación viral decía haber enviado. 

Por un descuido del empleado de Correos al mover el saco donde estaba el sobre, este quedó tirado en el suelo debajo del mostrador durante más de un año. Una taza de café derramada provocó que lo encontraran pero con la dirección de entrega borrosa al quedar empapada por ese líquido oscuro. En este momento, reposa en una estantería del almacén de la oficina central.  A la espera que el remitente lo reclame algún día.


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