Ahora que nuevamente llega la Navidad, vuelven hasta mí los ecos de aquellas de mi infancia en las que fui tan feliz. Toda la familia reunida en la mesa y los primos, que apenas si nos veíamos el resto del año, jugando durante tardes enteras en torno al viejo diván de la abuela. Los mayores, atareados con los preparativos de la cocina  o inmersos en interminables conversaciones nos olvidaban dejándonos alborotar con juegos imposibles o simplemente prohibidos el resto del año. Los niños destilábamos ilusión por todos nuestros poros. Ilusión por lo significado de la fecha e ilusión por todo lo con ella relacionado, el belén, los villancicos, las reuniones familiares, las estrenas y, por supuesto, los reyes. Nada que ver nuestros modestos juguetes de entonces con el derroche y la ostentación actuales. Pero nosotros éramos felices y creíamos que los mayores también lo eran, y eso acrecentaba si cabe nuestro gozo.

Pero yo crecí y llegaron los años de la adolescencia y primera juventud. La fiesta que antaño me había parecido tan maravillosa, de pronto se desvaneció. Comencé a ver su trastienda y no me gustó. Ni todos éramos tan felices, ni todos nos amábamos tanto, ni era real tanta paz y armonía. Me sentí estafada y me convertí en una descreída de la Navidad. En ese descreimiento siguieron pasando los años, y yo también fui madre. En mis hijos volví a ver el reflejo de aquellos gozosos años de mi infancia en los que yo amaba la Navidad por encima de todo y, por amor a mis hijos, me reconcilié con ella. Me di cuenta de que aunque todas las relaciones, incluidas las familiares, pueden pasar por momentos difíciles, la Navidad, mas allá de manipulaciones sociológicas o comerciales son un momento excelente para compartirlo con aquellos a quienes amamos. Aunque de una forma mucho mas crítica en la que ya no cabe la entrega total, hace ya algunos años que ha vuelto a mí el espíritu navideño.

Pero es ahora, ya en la madurez, cuando en nuestra mesa familiar comienza a haber  alguna silla vacía, cuando le encuentro a la Navidad un sentido nuevo y absolutamente insospechado hasta este momento.  El homenaje, el recuerdo amable, fuera de todo dramatismo de los ausentes. Resulta reconfortante, cuando sabes que ya no volverás a estar con él, recordar de forma entrañable y entre bromas lo mucho que a papá le gustaba tal cosa o lo mucho que le disgustaba tal otra. Lejos ya del lacerante dolor por la pérdida, el recuerdo perdurará año tras año, en parte gracias a la Navidad.