El paisaje se veía con etérea claridad a la luz de la luna llena. Los castaños, que de día lucían tonos cobrizos, exhibían ahora una variada gama de grises, aunque en los árboles más cercanos dejaban entrever matices pardos. Más a lo lejos, oscura, a trechos plateada, se insinuaba la línea alta y quebrada de los riscos que coronaban la montaña. De repente, un prolongado aullido parecía llamar a la joven con lascivo y fatal designio, que le hacía desear un encuentro ineludible…


Estaba sentada en el Porche de la casa de la abuelita, situada a más de un kilómetro del pueblo. Hacía más de dos años de los sucesos que habían cambiado su vida para siempre y sus recuerdos aún le dañaban en lo más profundo; por eso prefería vivir con la abuela en vez de en casa de sus padres, donde las miradas y susurros a su paso aún se prodigaban.

La historia que conocían y que todos dieron por buena era una falsedad. Un cuento mediático, que manipulaba la realidad. Una leyenda que en un entorno ganadero fue aceptado sin cuestionar. El culpable fue el lobo… ¡Por supuesto! Todo hecho sangriento ocurrido en el valle era, sin duda, provocado por la ferocidad del lobo. Pero aquella joven sabía que no era verdad.
En el cuento habían falseado hasta el atuendo por el que era conocida. Jamás había tenido una caperuza y menos aún roja, un color tan indiscreto, que ella nunca habría escogido.

Sólo ella conocía el relato de amor verdadero que provocó aquellos acontecimientos, un amor que había surgido de lo más hondo su alma, pujante, irresistible y sobrenatural. Un amor que intentaron destruir en un baño de sangre inocente y que quisieron justificar con la invención de un cuento.


… Miró a la luna y sitió que su luz la penetraba en oleadas. Su corazón se aceleró y el rojo de su sangre se tintó de fluorescencia plateada. Su visión se adaptó a la penumbra e iluminó su entorno, de tal forma que los objetos se perfilaban con nitidez casi diurna. Los sonidos le llegaron nítidos desde la distancia y su olfato captó los olores más tenues.

Percibió efluvios de macho y todo su ser se estremeció, ante la llamada de un amor salvaje, animal y genuino. Su cuerpo se contrajo al experimentar la dolorosa metamorfosis y la fuerza del hechizo la liberó de las barreras que constreñían sus instintos naturales. Lanzó a la brisa de la madrugada un dilatado aullido de gozosa libertad y, de un súbito salto, se perdió en el bosque corriendo a grandes zancadas, jubilosa y feliz hacia su destino.

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