Cuencas vacías, entrechocar de dientes y crujir de huesos. Por doquier danzaban los del lugar celebrando la fiesta, proyectando sus sombrías formas sobre las grises paredes. Pero a él no le atraía aquel espectáculo, ni le apetecía sumarse. Hacía tiempo que deseaba ir en pos de su destino y a hurtadillas, cuidando de no ser visto, abandonó el recinto…
Las tinieblas apenas se clareaban con la pálida luz de la luna llena que, velada por densa niebla, parecía querer ocultarse de miradas indiscretas. Ante él se bifurcaba el camino que se perdía en un horizonte impreciso, bordeado de cipreses y grandes árboles desnudos. Sus ramas parecían tentáculos apuntando a un cielo brumoso, en el que no se veían estrellas. Él no sabía a qué lugares llevarían aquellos caminos. Jamás se había aventurado más allá de aquel punto, temeroso de sufrir los horrores que sus iguales narraban.
Desde que él tenía recuerdos le habían contado que más allá de aquel cruce, los “seres vivientes” proyectaban sobre quien se cruzara con ellos la maldición de conocer una realidad llena de espanto, terrores y desesperanza. Por eso, con el fin de conservar la paz en sus almas, estaba prohibido ir más allá. Sin embargo, deseoso de conocer la verdad de aquel misterio se disponía a incumplir aquella norma. Tenía miedo, pero la fascinación que sentía por lo desconocido le movía a realizar aquella proeza.
«¡Bah!… ¡Sólo son leyendas!»… Se dijo para darse ánimos.
Muchas veces había llegado hasta allí, en las ocasiones que había decidido alejarse del lugar en el que moraba. Siempre había sentido las dudas de seguir avanzando o de volver a su punto de origen, pero en aquel momento se revistió del valor necesario y continuó su avance más allá de lo permitido.
Sin la existencia de la más leve brisa, todo estaba quieto y silencioso. Sus pasos eran inseguros y, apenas comenzó a entrar en la densa niebla, se detuvo dubitativo haciendo un esfuerzo para superar el miedo. Observó con aprensión aquellos vapores que se enredaban con apariencia casi sólida entre los troncos y las ramas de los árboles, y que también le envolvían a él en un húmedo abrazo.
Caminaba con sus sentidos alerta, recordando una y otra vez las historias interminables que los suyos narraban en las noches como aquella, en las que celebraban la razón de su propia existencia. Sólo en su ambiente sentían la paz de un estado de cosas naturales, plenas y eternas.
De repente, se sorprendió de ver a pocos pasos la silueta de otro caminante que se acercaba en su dirección y venía del mundo que quería descubrir. Apareció entre jirones de niebla y mostraba su figura borrosa casi fundida en la oscuridad, pero a medida que se acercaba se hacía más y más consistente, aunque siempre confusa y gris. Sin duda sería otra alma inquieta que habría decidido alejarse más allá del mundo conocido. Pensó en girarse y volver sobre sus pasos, pero se calmó al suponer que aquel extraño no le delataría, ya que con aquella acción tendría que reconocer una culpa mayor al haber estado más allá del confín prohibido. Decidió esperar inmóvil a que le alcanzase y pedirle información sobre lo que le aguardaba más allá del recodo, que velado se insinuaba al final de lo que alcanzaba la vista.
El extraño llegó a su altura y, lejos de pararse a conversar o de ladear su trayectoria para seguir su camino, continuó impasible sin apercibirse de su presencia y le atravesó de parte a parte. Fue sólo un instante, un flash cegador que le hizo percibir sensaciones olvidadas. Un desconocido calor le embargó, mientras se sentía traspasado por la esencia de aquel ente y comprendió la verdad de su propia existencia. Una verdad olvidada, que ahora revivía con estremecedora realidad.
Se giró sobre sí y pudo ver cómo aquel ser se alejaba, tomando un nuevo camino. Todo un mundo nuevo de percepciones se abrió en su espíritu y la evidencia revelada le atrapó en un estado de terror e infinita impotencia. Ahora conocía el misterio. Ahora sabía el motivo de la prohibición y confirmaba los relatos que hasta aquel momento creyó que sólo eran leyendas.
Se dejó caer de rodillas vencido por el espanto y gritó enloquecido. Al poco se irguió y corrió… Corrió hacia las tapias que cercaban su morada y, llegado al punto de su hogar, se infiltró entre el césped y la removida tierra. Sólo quería refugiarse en la ósea y vacía forma de lo que un día fue el cuerpo de un ser viviente… ¡Los restos de su propio cuerpo!
Con el crepúsculo llegó el viento y la niebla se fue dispersando. La luna, ocultándose ya en el horizonte, aún proyectaba con oblicuos rayos casi imperceptibles su pálida luz sobre el cementerio y las danzantes sombras desaparecieron volviendo a su lugar de origen. Pronto los seres vivientes acudirían en masa y las tumbas se cubrirían de coloridas flores. Como cada año, un nexo invisible conectaba las almas de vivos y muertos, abrazadas por el amor del recuerdo, sin embargo, muchos difuntos eran de nuevo sepultados bajo la impenetrable losa del olvido.