Esa mañana desperté con cierto impulso maligno, abrumador deseo de oscurecer al mundo. Hoy, desde el encierro, no acierto cavilar acerca de lógicas explicaciones; la sabiduría de mi sicoanalista no ha resultado suficiente. El horror de aquella mañana; del cómo me introduje en la casa de Larie y su marido, quienes tanto me estimaban y yo tanto respetaba; y, con rifle en mano, disparé sin compasión, cercenando sus vidas y las de dos de los tres infantes; deambula en mi mente sin descanso. Recuerdo como, mientras horadaba sus cuerpos, una insistente voz en mi consciencia me decía que Larie lo merecía, que antes ella había tomado una vida y una herencia; que su existencia cargada de lujos y felicidad no le pertenecía. Las imágenes de sus cuerpos dispersos por la sala, cocina y habitaciones; mis pasos, dibujando huellas de sangre por doquier y hasta la puerta de mi casa; mi ropa, salpicada de vida y de muerte; gravitan sin cesar; y ese perturbador reflejo sobre el espejo de mi recibidor, luego de la masacre; esa silueta oscura y tenebrosa; de negras órbitas, entreabierta boca, orejas puntiagudas y rostro distorsionado que, estoy seguro, no era yo; se reitera en mis sueños, haciéndome despertar con agitada respiración. A veces, cuando me odio con vehemencia, más que verla, la escucho afirmarme que he sido el instrumento para la ejecución de un acto de venganza concebido, desde el inframundo, por quien se ocupó de resguardar de mi rifle la vida de su estirpe.