La discusión con Carlos me dejó muy tocada. No sabía a qué verdad atenerme: si a la buena impresión que me había causado Ricky tras nuestra primera cita o a todas las barbaridades que Carlos me había dicho sobre él. Al primero apenas lo conocía, el segundo lo había sido todo para mí hasta no hacía tanto. Si me paraba a pensar todavía era importante en mi vida, un buen amigo en el que podía confiar. Mi cabeza parecía un hervidero. No estaba en condiciones de tomar una decisión en aquel momento. Pensé que en preguntarle a Ricky más adelante acerca de su versión de los hechos. Pero llámame cobarde, mamá, porque aunque pensé en hacerlo muchas veces nunca llegué a plantarle ninguna pregunta concreta sobre aquel tema. Prefería reconcomerme por dentro antes de afrontar una posible respuesta que no hubiera podido soportar. Me era más fácil pensar que Carlos actuó así por despecho antes que pensar que el hombre con quien estaba a punto de establecer una relación sentimental era un corrupto sin escrúpulos. ¡Qué ingenua!

Aquella tarde, después de salir del Concordia deambulé ciega de rabia y de dolor por las calles del Carmen, que a esa hora bullían de actividad. Mi soledad y tristeza —y también mi frustración, por qué no reconocerlo— contrastaban con la animación de aquella a multitud que atestaba las calles y que simplemente celebraba la vida. En aquel momento volví a sentir un rencor que creía olvidado pero que surgía otra vez desde lo más profundo de mi corazón. En realidad era un resentimiento contra nadie en particular pero a la vez contra todos. En especial contra Carlos, que de alguna manera me había dejado en evidencia y también contra aquel gentío que se divertía sin comprender el inmenso dolor que todavía sentía por la muerte de mi amiga. Si bien era verdad que Carlos no había pasado página, lo cierto era que yo tampoco. Tenía una herida cicatrizada en falso, otra más en mi colección, y aquella tarde, Carlos había hurgado en ella hasta hacerla sangrar de nuevo a borbotones.

Sin poderlo evitar, me retrotraje hasta aquel funesto tres de julio que creía sepultado en lo más hondo de mi memoria. Me reencontré con aquella veinteañera que regresaba a casa con su hermana tras un intrascendente y ajetreado día de rebajas, sin ser consciente del duro golpe que la vida le tenía preparado. Al salir del centro comercial notamos un ambiente denso y opresivo. Un ir y venir de sirenas que rompían con la calma chicha propia de un mediodía de verano. Era tarde y hacía calor. Un bochorno sofocante.  Además, íbamos cargadas, así que decidimos coger un taxi, pero todos los que veíamos iban con la bandera bajada. Entonces fuimos hacia la parada del autobús.

En aquel momento ya tuve un mal presentimiento. Todo aquel trasiego de ambulancias y patrullas policiales no era normal y le dije a Raquel que debía de haber pasado algo muy gordo. Un atentado terrorista fue lo primero que se me vino a la cabeza al recordar las espantosas escenas que vimos todos por televisión cuando ocurrió el ataque de 2004 en la estación de Atocha de Madrid. De repente nos entraron unas ganas locas de volver a casa cuanto antes. Necesitábamos sentirnos a salvo, protegidas al calor del hogar de aquella amenaza a la que todavía no podíamos dar nombre. Pero el autobús tampoco pasaba y tuvimos que esperarlo durante mucho rato. Cuando llegó, estaba atestado. Era tal la cantidad de gente que se había concentrado en la parada que no nos quedó más remedio que abrirnos paso a empellones, en un sálvese quien pueda que todavía me pone el vello de punta cuando lo recuerdo. A duras penas o logramos entrar. El instinto de supervivencia hizo imposible que nos paráramos a compadecer a aquellos que con peor suerte se habían quedado en tierra por falta de capacidad del vehículo. Una vez en él, la situación no mejoró mucho. Íbamos como sardinas en lata bajo un calor asfixiante. Sentía cómo me faltaba el aire. Una mujer de edad sufrió un vahído muy cerca de donde Raquel y yo estábamos. Pero no hubo ningún peligro de que cayera al suelo, se sostuvo apoyada en la multitud que la rodeaba. Alguien de los presentes le roció la cara con un poco de agua y cuando la mujer volvió en sí le ofreció del mismo botellín para que bebiera. El autobús apenas avanzaba y de nuevo la desesperación hizo mella en nosotras. Le estaba costando una eternidad recorrer un trayecto que habitualmente se hacía en no más de quince o veinte minutos. Más tarde nos enteramos de que la ciudad entera era un caos y estaba colapsada. Pensábamos que tú ya estarías esperándonos para comer y no teníamos manera de avisarte: mi hermana, cosa rara en ella porque siempre pecaba de precavida, se había dejado el móvil y yo me había quedado sin batería, que por aquel entonces y comparados con los de hoy en día, 4G y todo eso, los de entonces eran una auténtica chatarra. Entonces Raquel empezó a repetirme una y otra vez que te ibas a enfadar. Creo que estaba un poco histérica, influenciada sin duda por el extraño ambiente que se respiraba. Yo me fijé entonces en una chica cerca de nosotras que llevaba todo el maquillaje corrido a causa de los lagrimones que le caían y sin saber muy bien el porqué, también rompí a llorar. A pesar de la compañía de mi hermana me sentía desamparada, aprisionada entre aquellas personas que como yo, como nosotras, lo único que querían era regresar cuanto antes a sus casas. Raquel, al verme llorar a mí, también lloró. Entonces nos abrazamos y nuestras lágrimas se mezclaron. Otra vez volvíamos a llorar juntas, como cuando murió papá y como en el hospital en la sala de espera de la UCI mientras nos decían lo de tu ictus. Y así estuvimos hasta llegar a casa: abrazadas y llorando. Me gustaría recordar más escenas de las dos abrazadas y riendo, pero por ahora pesan más los malos momentos. Hace ya mucho tiempo que estamos en una mala racha y lo lógico sería que esto algún día cambiase, pero si te digo la verdad, no tengo demasiadas esperanzas de que vaya a ser así. Lo siento mamá, siempre fui una pesimista nata, igual que papá, al que le costaba horrores ser positivo.

Pero volviendo aquel día, recuerdo que tú nos recibiste muy nerviosa. También habías llorado, te lo notamos de inmediato. Aun así pude percibir cómo tus facciones se relajaron en cuanto nos viste entrar por la puerta sanas y salvas. Nos abrazaste con tanta fuerza que nos hiciste daño, pero de alguna manera sentimos que aquel dolor era bueno y no nos quejamos. Al contrario, aunque fuera de manera intuitiva supimos que aquel abrazo completamente desproporcionado representaba en su justa medida la ansiedad que tú también habías sufrido hasta que aparecimos y pudimos reencontrarnos. Luego, en un relato entrecortado, inconexo y plagado de saltos nos contaste todo lo que sabías acerca del accidente, dejándote para el final el hecho de que todo indicaba, a falta de la confirmación oficial, que Elena se hallaba entre las víctimas. Al cabo de unos días nos enteramos de que no había muerto en el acto, sino que lo había hecho camino del hospital. En realidad, saberlo tampoco nos supuso ningún consuelo.

¿No te ha pasado alguna vez que en algún momento especialmente emotivo o intenso el cerebro se te queda en pausa? Cuando hablaste de Elena yo te escuchaba pero no lograba comprender lo que tratabas de decirme. No es que no te creyera, es que no te comprendía, como si te expresases en un idioma desconocido para mí. Cuando al fin se impuso la razón y entendí el alcance de las palabras «accidente de metro», «Elena» y «muerta» dentro de la misma frase se me hizo un nudo en el estómago y corrí al baño. Aquel día volví a vomitar por primera vez en mucho tiempo.

Había caminado a toda prisa, al ritmo de mis pensamientos durante más de una hora sin ser consciente de que mis pasos me habían encaminado hacia casa. Seguía en estado de choque por las revelaciones de Carlos y por todo me había obligado a recordar. Al traspasar la puerta no pude evitar sentir el mismo desvalimiento del día del accidente, la misma compulsión de entonces y me fui directa al váter, a soltar allí, del modo que ya tenía aprendido, toda la bilis que me estaba carcomiendo. Después me dirigí al armario a en busca de la rebeca que Elena me prestó unas semanas antes de todo aquello y que ya nunca tuve ocasión de devolverle. La tenía guardada como una reliquia porque los años pasados desde la tragedia no habían conseguido borrar su olor. Me la puse y me acosté con ella, aunque casi no pude dormir en toda la noche.