Hola, mamá. Hoy, mientras te cojo por última vez de la mano, en esta UCI que vas a abandonar en unas horas y espero que para siempre, quiero contarte algo muy íntimo. Algo de lo que nunca te he hablado. De la última noche que pasé con Ricky. Fue muy poco antes de su detención, pero como verás eso no influyó para nada en nuestra ruptura. De hecho, ya había decido cortar con él antes de aquello ocurriera. Luego vendría lo demás, pero iré por orden para no liarte porque todo este asunto supuso un golpe muy grande para mí.

Fue una noche ya entrada la primavera. Ricky había venido a cenar conmigo. De hecho había traído el mismo la cena de un catering del que éramos habituales, porque ya sabes que la cocina no se me da muy bien y él, por el contrario, era una gran sibarita. Si te digo la verdad, yo me sentía agradecida por todo lo que Ricky hacía por mí y quería corresponderle en la justa medida, pero me hallaba muy lejos de la ilusión que había sentido durante nuestros primeros días juntos. Trataba de engañarme pensando que mi enfermedad era un obstáculo a todos los niveles y que lastraba mis emociones y mis sentimientos. Pero, aunque ponía todo mi empeño en ello, no podía evitar que naciera en mí una creciente frialdad hacia Ricky y todo lo que representaba para mí en aquel momento. Créeme si te digo que yo misma estaba horrorizada por esa falta de apego y hasta llegué a pensar en algún momento que todo es porque soy una mala persona.

Tal vez, la culpabilidad que sentía por no poder amarlo como yo creía que se merecía me hizo desear que aquella fuera una noche especial. Quería ofrecerle esa clase de atenciones que se supone que una mujer enamorada tiene hacia su pareja. Él nunca me había recriminado nada de manera explícita, pero yo estaba convencida de que, de alguna manera, se lo debía. Menuda tontería la mía, la de querer echar cuentas en el amor. ¿Te imaginas? ¡Aquí la columna del debe! ¡Aquí la columna del haber! Debería de haber sabido que las cosas no funcionan así. En resumidas cuentas, me esforcé muchísimo con la puesta en escena: el mejor mantel que tenía, la vajilla y la cristalería que me regalaste cuando me vine a vivir sola, unas velas en plan romántico… Deseaba que fuera una noche memorable porque quería complacerlo. Y cuando digo «quería», me refiero única y exclusivamente a lo que se entiende por un acto de voluntad pura. Sin embargo, aquello estaba abocado al fracaso desde el momento cero, porque sin duda me faltaba lo más importante: las ganas. En realidad, ahora lo sé, mi cuerpo, mi ser físico estaba allí, pero mi espíritu estaba ajeno a la velada que tanto me había afanado en preparar para él. Si Ricky me encontró distante y no dijo nada por no incomodarme o si por el contrario notó mi indiferencia, es algo que nunca sabré, porque no noté nada extraño en su actitud. Cenamos, hablamos un poco de sus cosas y de las mías —porque, lamentablemente, nunca llegaron a ser «las nuestras»—, tomamos un par de copas y nos acostamos. Ya te he dicho en más de una ocasión que el sexo con Ricky era fácil y sin complicaciones. Aquella vez no fue una excepción, aunque quizás todo transcurriera de una manera en exceso mecánica, como quien sabe los resortes que tiene activar para que una maquinaria funcione. No sé si a ti te habrá pasado alguna vez con papá o con alguno de los novios que tuviste luego, pero hubo un momento que, en lugar de protagonista, me sentí una espectadora de la situación. Como si lo que sucedía en mí cama no tuviera que ver conmigo. Fue algo muy raro. Después, al terminar, me asaltó una sensación de vacío inmensa. Él se durmió enseguida, pero a mí me costó un montón porque no podía dejar de pensar en lo que había pasado. Me asaltaron mil dudas acerca de él, de Carlos, de mí misma y de lo que estaba haciendo con mi vida.

Ya de madrugada, cuando al fin había logrado adormilarme, oí como se cerraba la puerta de casa y entonces palpé el otro lado de la cama para comprobar que el hueco de Ricky estaba vacío, aunque el calor de su cuerpo todavía permanecía en el lecho. Entonces sentí un enorme alivio, una extraña  sensación de paz y serenidad. Y fue en aquel momento preciso cuando lo comprendí: se había marchado el ruido. Porque, sí, Ricky ya no era sino ruido en mi vida. Durante unos meses me había remordido la conciencia por no haberme sentido lo bastante enamorada. Por no poder dejar de pensar en Carlos mientras estaba con él. El recuerdo de Carlos, mi amor, mi verdadero amor, entonces lo supe por fin, se me había hecho fuerte en la distancia. Y en cambio, a Ricky, pese a su cercanía física, lo sentía cada más pequeño e insignificante. Y fue un momento decisivo, porque me dije a mí misma que no volvería a compartir mi cama con él.

De repente, mi vida volvió a cobrar sentido.