La clínica era privada y cara. Comprenderás después de lo que te conté que yo no me lo podía permitir y sabía que tú tampoco. Tal vez Raquel, que gozaba de mejor posición económica que nosotras dos habría podido hacerlo. Pero nunca me hubiera atrevido a pedírselo y menos entonces que estábamos siempre como el perro y el gato. Ricky, una vez más, estuvo al quite con el tema y me dijo que no me preocupara, que él se haría cargo de los honorarios. Otra vez se convertía en el caballero que salvaba a su dama. Ante su insistencia no pude negarme  y al cabo de unos pocos días —en cuanto los preparativos estuvieron listos— ingresé en la clínica.

Nunca te quise contar nada sobre mi vida allí, porque la rutina en este tipo de centros no es fácil de llevar y menos para una persona como yo, acostumbrada a hacer siempre su santa voluntad. Pero por fin te lo voy a contar: para empezar, te quitan el móvil y te restringen las llamadas. Como sabes, puesto que viniste en alguna ocasión, las visitas se permiten una hora los domingos y siempre en las zonas comunes. Según parece, la incomunicación es algo necesario para el proceso de reseteo mental al que nos someten. En el día a día la vigilancia es muy estricta, sobre todo a las horas de las comidas e inmediatamente después. Como hay tres comidas principales más la merienda, eso implica sentirse bajo observación la mayor parte del tiempo. A mí me cohibía muchísimo y es algo a lo que no logré acostumbrarme en aquella ocasión. No hay un solo espejo en todo el centro y los váteres de las zonas comunes están cerrados con llave. Solo los de los dormitorios se quedan abiertos, pero no nos dejan entrar en las habitaciones hasta la hora dormir, y bueno, también la de la siesta, siempre y cuando haya transcurrido el tiempo suficiente desde la comida. Las visitas al baño también son supervisadas, no vaya a ser que alguna paciente se provoque el vómito nada más comer. Por las mañanas, después del desayuno teníamos terapia con los psicólogos. Los lunes martes y miércoles era de grupo y los martes y jueves en sesiones individuales. Por la tarde había talleres. Era obligatorio participar en alguno, aunque los habías para todos los gustos: música, pintura, teatro, etc. también había uno de literatura, pero por raro que parezca no me apunté, preferí hacerlo al de pintura. Pero la monitora se enteró de que era escritora y me pidió que la ayudara con alguna de las sesiones. Y bueno, lo hice, más por quedar bien que porque realmente me apeteciese, pero a las demás chicas les encantó.

Allí entablé amistad con Yolanda, mi compañera de habitación. Era una chica que venía de un pueblo del interior de Castellón, de esos que están casi deshabitados, al menos en invierno. Las dos éramos muy parecidas tanto de físico como de carácter: secas como palos. Sin embargo, a los dos días parecía que nos conocíamos de toda la vida. Su historia no tenía que ver demasiado con la mía. Ella fue una chica normal hasta los dieciséis más o menos. Luego, con el desarrollo parece ser que engordó algo más de la cuenta y empezó a seguir una dieta detrás de otra, a cual más severa. Terminó por aficionarse a las webs PRO ANA y PRO MIA. Aquello fue todo un descubrimiento para mí, porque yo siempre he ido por libre hasta en esto de la anorexia y no conocía esas páginas. La verdad, no sé cómo se consiente que sigan abiertas con el daño que hacen. Supongo que la policía hace cuanto puede, pero no es suficiente, está claro. Una noche me quedé horrorizada cuando me enseñó los brazos llenos de cicatrices, todas de heridas autoinfligidas. Luego nos quedamos abrazadas y llorando hasta que nos dormimos.

Bajo aquel régimen de engorde tan severo no tardé en recuperar alguno de los kilos perdidos. Pero al cabo de unas pocas semanas ya no podía más con aquello. Resultaba evidente que tras mejoría inicial empezaba a languidecer en aquel lugar y el equipo médico también era consciente de ello. De modo que a las mes exacto de mi ingreso y puesto que mis progresos eran buenos, conseguí que me dieran el alta hospitalaria. Tan solo debería acudir a una visita semanal con una de las psicólogas del centro, la doctora Carrión. Mientras duraron aquellas sesiones, le agradecí mucho el hecho de que no se centrara en mi relación con la comida sino, que por el contrario, me hiciera hablarle de los momentos más traumáticos de mi vida, en concreto sobre las pérdidas de papá y de Elena. Yo entonces era escéptica y no pensaba que aquello tuviera nada que ver con mi falta de apetito, mis dolores de estómago y mis vómitos, mis inseguridades o mis cambios de humor. Era algo que me seguía atormentado a pesar de todo el tiempo transcurrido, pero de lo que no solía hablar contigo o con Raquel. Me resultaba más fácil soltarle toda aquella mierda a una desconocida.