En cuanto la mujer entra en la habitación y ve la cama, siente el deseo de tumbarse y dormir; dormir y despertase teniendo otra vida, o ninguna. Pero no lo hace. Aunque es aún de día, la luz mortecina del techo deja una niebla amarillenta por cada rincón. Enseguida, el olor le hace arrugar la nariz, cubrírsela con la mano hasta que se acostumbra. Es ácido y la ropa que se va quitando se impregna de él. Va hasta la ventana, un poco más grande que un ventanuco, descorre las cortinas y la abre. Apenas entra aire. Tampoco el sol deja sus rayos dentro, solo unos pocos metros la separan de otras ventanas que están enfrente y a los lados, arriba y abajo.
La mujer se pasa un pañuelo por la frente, busca algo con lo que secarse las axilas pero sacar la cabeza al exterior le parece mejor idea. Aunque es un patio interior, lleno de papeles y desperdicios, coge aire y siente alivio. Oye el llanto de un bebé y el trajín de pucheros en las cocinas que parecen estar en la planta baja. Regresa adentro y se fija en el papel pintado de las paredes. Sobre un fondo agrisado, aunque fuera blanco años atrás, están dibujados un perro perdiguero con la presa en la boca, un cazador con la escopeta a punto de disparar y un grupo de perdices abatidas. Esas imágenes se repiten una y otra vez.
Siente una opresión en el pecho pero se repone de inmediato cuando comprende que solo es un cuarto de hotel barato donde ganarse el dinero para subsistir.
Cuando el cliente llega, apenas conversan. Ni ‘Buenas tardes’ dice él; ella solo el precio. No se besan y las manos del hombre están ocupadas bajándose el pantalón. Las de ella tiemblan cuando él la penetra sin esperar a nada más.
La mujer no se molesta en falsear movimientos y gritos. Intenta pensar en su infancia, en los campos de amapolas movidas por el viento a las afueras del pueblo. No lo consigue. Tiene atravesadas en la tráquea miles de arcadas que nunca llegan hasta su boca.
Permanece con el sujetador abrochado, solo se quita lo imprescindible, y cuenta cada segundo que el hombre está encima de ella sin dejar de pronunciar repetidos «ay, ay» o «sigue, sigue». Cuando el olor a aceite requemado del hombre se mezcla con alguna bocanada a alcantarilla que sale de su dentadura, suplica a ese dios cruel en el que ya no cree que con algún gemido también se le escape el aire para siempre.
El hombre acabó pronto. Se subió los pantalones, soltó un gruñido y salió por la puerta. De esto hace ya un rato. Ella, después de lavarse, está delante del espejo que hay en el baño. Ve un rostro lleno de arrugas y de maquillaje con churretes de rímel por la mejilla. Se aleja unos pasos y tampoco le gustan los pliegues en el abdomen ni, al girarse, las estrías en los glúteos o los trozos de piel colgando de los brazos.
Regresa a la habitación y no se molesta en contar los billetes que el hombre dejó sobre la mesilla. Los guarda en el bolso que escondió en el armario mientras busca las medias, no se acuerda dónde las puso.
Ya vestida, sentada en la cama, desliza su zapato de charol arriba y abajo del talón y apura el botellín de agua que compró al encargado de la recepción cuando alquiló la habitación. De la hora que contrató, faltan aún unos minutos. Enciende el televisor sin sonido y mira las imágenes de un documental sobre la caza de elefantes. Ve la sonrisa de los cazadores, su pecho hinchado con la frente casi mirando al cielo. A su lado, el animal muerto, sus colmillos en primer plano. Piensa que enseñaran la foto a todas las amistades, que la colgaran en la repisa de la chimenea. Al menos, los inmortalizan -se dice- no como a ella.
Está cansada. Cierra los ojos y se recuesta. Quisiera estar ya en su propia cama, en su casa, haber ya apartado el dinero para el alquiler y el recibo de la luz. Dormirse y soñar con ser todavía niña o, únicamente, con no tener otro día como este, como cualquiera de los anteriores.
Pero a su cerebro solo le llegan imágenes del cemento del patio, de su cuerpo reventado por la caída y de un hilo de sangre que se ensancha cada vez más. Eso sí sería descansar, descansar de una vez por todas.
Se incorpora y va hacia la ventana. Cierra los ojos y, como a cámara lenta, respira el aire de afuera unas cuantas veces. Se agarra con sus manos al borde hasta que le duelen y grita un «no» que hace levantar el vuelo a una paloma del tejado.
Pero igual que en tantas otras ocasiones que lo ha deseado, el vacío no la recibe. Poco después, corre las cortinas y sale de la habitación.
Cuando está en la calle camino hacía la estación de metro, piensa en las húmedas paredes de su dormitorio y en la almohada donde soñará que mañana, mañana sí, su vida será diferente.