Me despierto al sentir la lengua como estropajo y con uno de mis párpados a punto de estallar. Sin poder abrirlo, llevo la mano hacia el otro ojo pero no la veo. No, no estoy ciego, aunque sí rodeado de una espesa oscuridad que además penetra en mi interior haciéndome percibir los afilados pinchazos del fracaso, la amargura infinita de la derrota. 

Antes de perder la consciencia —¿me dormí?, ¿me desmayé?— distinguía todo cuanto había en esta pequeña celda a la que me trajeron entre patadas y golpes. Quizá apagaron la mortecina bombilla que estaba fijada al techo para evitar señalar esta posición y ser bombardeados, tal vez pensaron que ya habían acabado conmigo. 

No puedo pensar con claridad, cada imagen en mi cerebro no son sino bayonetas que lo atravesaran, pero el instinto me hace palpar la pared próxima al catre de madera en el que estoy. Entre las rugosidades, descubro pequeños hilos de agua sucia filtrándose desde el techo donde recuerdo que había un alto ventanuco con barrotes. Aunque estoy dolorido, me incorporo y subido sobre el jergón, extiendo los brazos a lo largo de la pared para intentar alcanzarlo; es inútil, solo siento el frío cemento y cómo ese líquido me empapa las mangas de la camisa. 

Vencido por la sed, aproximo la boca al antebrazo para absorber pequeñas gotas pero únicamente recibo un doloroso escozor en mis labios en carne viva. 

Vuelvo a recostarme, ya menos aturdido, cuando un fuerte hedor a putrefacción hace que tosa y escupa, sintiéndolo como un abrazo del que no me puedo desprender. Debe de salir de la letrina que estaba a mi derecha o, tal vez, sea yo quien lo lleve impregnado en el cuerpo desde que semanas atrás los últimos combates al cruzar el Ebro nos dejaron rodeados por muertos, muertos de ambos bandos. 

A pocos metros de mi trinchera tuve a dos, supongo que involuntariamente oponentes, grotescamente tumbados uno encima del otro, descomponiéndose juntos en el abrazo que algunos no quisieron que se pudieran dar antes de que comenzara esta barbarie hace ahora dos veranos.


No oír ninguna señal de vida, sumado a la negrura que me rodea o a los puñetazos recibidos, me hace sufrir dentro de la cabeza un agudo pitido, muy parecido a un fino e inagotable taladro. Sin embargo, al empezar a amortiguarse algo el zumbido, consigo escuchar un rumor de palabras y quejidos proveniente de la celda contigua. 

Pego el oído al muro y, poco a poco, distingo a Alejo el Charro pidiendo perdón entre lloros y fuertes gemidos:

—Lo siento compañeros, no aguanté el dolor.

Ha hablado. La rabia viaja por mi estómago. Una fuerte náusea alcanza el paladar, lo inunda de bilis y me hace vomitar. Perder la visión del ojo y dos molares de nada nos ha servido; el siguiente amanecer lo empiezo a presentir tan oscuro como el que me rodea. 

En ese momento, la acidez por sabernos vencidos me atraviesa el vientre como una afilada navaja.

Todo parece acabarse y me recuesto encogiendo rodillas y hombros, acercando la nariz a la tabla, pasando la yema de los dedos por ella, buscando adivinar de qué clase de madera está hecha. Tengo bien grabado cómo era el tacto junto a los distintos olores del pino, del haya o del abedul que cortábamos o prensábamos en la serrería de mi padre, pero ninguno de esos aromas los encuentro por más que inhale profundamente. Solo una mezcla de avinagrado orín y leche fermentada se distingue de la hediondez generalizada y en la eléctrica aspereza que desprende. 

Aún sin quererlo, mis lágrimas corren mejilla abajo hasta la boca, están saladas pero yo las saboreo amargas, repletas del gusto metálico a sangre de cuantos he visto morir últimamente.


Ha debido transcurrir un buen rato cuando suenan los pasos de varios carceleros por el pasillo; le sigue el abrir de un cerrojo, un silencio eterno y para que el resto de prisioneros lo oigamos, como una voz impostada de falsa solemnidad dice:

—Sargento Juan Morato, acompáñenos.

Algo desconcertante deben de haber contemplado ya que todos ellos ahora ríen y sueltan pequeños alaridos.

—Lo arrastraremos… A este lo fusilaremos aunque esté ya muerto —comenta otro entre carcajadas.

Un atisbo de claridad comienza a morder la ventana superior y entre el aglomerado de oscuridad, se empiezan a mostrar sombras difuminadas. 

También del exterior llegan golpes de muchas botas contra el cemento. Una enérgica voz manda «¡Altooo!» sobresaliendo entre un parloteo creciente.

Me aproximo a la puerta, extiendo la palma de mis manos sobre ella para sentir el surco que hacen las botas de Juan al arañar las baldosas.

—Ánimo, Juan, sé valiente —grito aunque apenas el sonido reverbere el aire siendo más un intento para inyectarme el ánimo que me falta. 

Solo unos pocos minutos más tarde, el murmullo del exterior se corta bruscamente y la misma voz de antes, degollando el silencio sucesivamente, entona una lenta danza:

—Caarguen… Apuunten… ¡Fuegooo! —que es coronado por una salva de disparos hambrientos de la exigua vida que arrebatan, si es que aún al sargento le quedaba alguna.

Los primeros rayos de sol comienzan a irrumpir entre los barrotes y el contorno agrisado de cuanto veo adquiere profundidad. Vuelvo a aproximar la mano delante de los ojos descubriendo un temblor que ya ni puedo ni me esfuerzo en controlar. 

Es entonces que el chirrido al abrir el cerrojo de mi puerta me alerta y un individuo, al que no veo bien pues tanta claridad me ciega, con voz pastosa y el aliento a coñac, pronuncia mi nombre:

—Cabo Félix Hernando, venga conmigo.

La descarada luz del amanecer entra ya en la celda según me arrastro hacia la salida con toda la entereza que puedo encontrar en mi interior. Noto en la nuca el calor de esos incipientes rayos, lo que sumado a volver a ver, me otorga una valentía y lucidez tan extraordinaria como inesperada. 

Respiro profundamente al cruzar el umbral de la celda y proclamo pronunciando cada sílaba nítidamente:

—Torturadores, fascistas, asesinos…

No me paro a pensar más de dónde he sacado el impulso para mirarles a los ojos y desafiarles. Tal vez fuera en las lágrimas del traidor y su arrepentimiento, o quizá, estuviera provocado por la necrofilia de mis carceleros, en oposición a mi deseo por  reparar la humillación de fusilar a un muerto. Pero poco me importa ya. 

Antes de que cualquier culatazo quiebre mi espina dorsal, antes de que mi noche permanente abrace este amanecer, orgulloso levanto el puño y sonrío desafiante delante de los carceleros para gritar:

—¡Viva la República, viva la libertad! 


( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)

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