A María le duelen la planta de los pies. «¿Y si me quito estos tacones?» piensa durante un momento, pero cree que llamaría mucho la atención si fuera descalza por la calle. La policía, por un lado, y los amigos del ‘Patrón’, por otro, ya la estarán buscando y no quiere ponérselo fácil. No sabe de donde saca las fuerzas para seguir caminando, lleva haciéndolo desde que por la mañana temprano dejó el apartamento. Necesita un refugio donde pasar desapercibida y poder descansar de una vez.

Ha entrado en una calle muy estrecha, sin apenas acera. El sol está oculto tras los tejados cuando  tiene que ponerse de lado para dejar pasar a un anciano frente a ella. Entonces, entre el bosque de pequeños balcones del edificio de ladrillo rojo delante suyo, colgado de unos barrotes oxidados, lee: ‘Pensión Emilia’. El portal, que tiene las puertas de madera abiertas de par en par, parece un saco de sombras, lóbrego y estrecho. Al fondo se distingue la luz tenue de un ascensor. «Es perfecto», se dice mientras cruza la calle de adoquines en tres zancadas.
La oscuridad en la que entra María hace que le escuezan los ojos hasta que consigue dar con el interruptor.

Desde hace tres días, tras la incineración de Lola, los suyos parecen una tubería reseca. Una vez vaciada, su cerebro no ha dejado de deleitarla con las imágenes del ‘Patrón’: los sesos desparramados por los sillones del ‘Edén’, los ojos de sapo saliéndose aún más de las órbitas ( ¿sería por sentir el cañón ardiente a un centímetro de la sien?), y la boca, entreabierta aunque con el gesto torcido, aparentando estar pidiendo ‘clemencia’. María no le permitió súplica alguna y solo se lamenta por no haberle sacado una foto con el móvil. Un ‘selfie’ con ella poniendo morritos al lado de aquella cara de gilipollas muerto adornada por el reguero de sangre de los balazos. Estaba convencida de que la mayoría de las chicas a las que el ‘Patrón’ explotaba cubrirían de corazoncitos esa foto cuando ella la subiese a Instagram.

El ascensor del edificio tarda mucho en arrancar. Cuando lo hace, María tiembla como un pez que hubiera mordido el anzuelo y, al detenerse, espera unos segundos por precaución antes de abrir la cabina y la verja que encuentra después.
En la puerta a su derecha está el rótulo con el nombre de la pensión. Al ir a pulsar el timbre, oye el click de la puerta al abrirse y solo tiene que empujarla para entrar.

Fue muy distinto doce horas antes. La puerta del ‘Edén’, decorada con una palmera luminosa, siempre permanecía cerrada. Había que acercarse a la cámara del video portero para que te abrieran. Mientras María se acercaba, se humedeció los labios para, ya delante del puntito negro brillante, mostrar la más inocente y sexy de sus sonrisas. Y, por si no era suficiente, se había vestido con las sandalias de tacón, la falda corta de cuero y la blusa ajustada transparente. Nunca antes se había sentido tan tranquila, era imposible que alguien pensara que llevaba la Astra en el bolso. Sentir  aquel frío metal le proporcionaba brillo a los ojos. Entrar fue fácil. Después, solo tuvo que ir hasta el fondo del Edén, sentarse al lado del ‘Patrón’ y pegarle dos tiros en la cabeza, lástima que al ‘selfie’ no le diera tiempo. Salir, apuntando a todos con el arma, tampoco fue difícil. 

—Buenos días —le saluda a María una mujer de pelo blanco y delgada cuando ella todavía no ha dado ni un paso dentro de la pensión—, en cuanto oigo el ascensor, abro; a este piso solo vienen mis clientes.

María piensa que no ha elegido bien. Los ojos azules que la miran de arriba abajo parecen contener dentro una enciclopedia. Pero también ve en aquella sonrisa unos brazos abiertos, algo que necesita tanto como respirar.

—Quería una habitación para esta noche —atina a decir con las palabras haciéndosele una pelota en la garganta.

Mientras tanto, la mujer de la recepción empieza a abrir lentamente un libro en cuya portada se lee ‘Registro de viajeros’. Sin dejar de clavar sus ojos en María, responde:

—Muy bien, son veinticinco euros, el desayuno aparte. Necesito que escribas un nombre, un número de DNI y que firmes. Suelo cobrar el cuarto por anticipado. 

Para María no ha pasado desapercibido el artículo indeterminado. Por eso escribe Carmen Sanchez y se inventa el número del carnet. En cuanto lo hace, abre el bolso para sacar los billetes, pero al ver la pistola no puede evitar que la palma de las manos se le humedezcan.

—Mi nombre es Emilia —le dice la mujer nada más recoger el billete de veinte y el de cinco—, cualquier cosa que necesites, marca el cero, es la recepción; de noche, incluso. Si puedo ayudarte, lo haré gustosa. Tu habitación está aquí al lado, contigua a la mía. 

María siente la mirada de Emilia como si fuera la de Sherlock Holmes. De buen grado le diría que sí, que está asustada, que Lola y ella solo querían ser felices, ahorrar un poco y marcharse lejos, olvidarse de haber sido Débora y Amanda para los clientes. Necesita una mano que coja la suya, pero piensa que si lo hace, si vomita toda esa bilis que le quema las entrañas, traicionará a quien más ha querido nunca: a Lola.

Al entrar en la habitación, María no enciende la luz. La ventana da a un patio interior y va derecha a bajar la persiana. A tientas, busca el interruptor de la mesilla a la vez que se tumba atravesada sobre la cama. Solo se ha descalzado y aflojado el botón superior del vaquero. Boca arriba, cierra los ojos y piensa que es el vientre de Lola sobre el que reposa su cabeza. Pero no consigue sentir la electricidad ni el cosquilleo de aquella piel, no escucha la voz de Lola diciéndole «te quiero».
El silencio parece una zarpa sobre su garganta y, para romperlo, suelta en voz alta y con rabia un «¿por qué?» antes de sacar del bolso el móvil y la Astra. Coge primero el teléfono y busca el video que Lola le mandó al principio de estar juntas. La voz de Nina Simone canta ‘I put a spell on you’. Cuando la canción acaba, la vuelve a reproducir, una y otra vez. Así hasta que el cansancio de sus músculos en tensión se aflojan y se duerme, aunque no quiera.

A María le despierta el murmullo de una conversación. Enciende el movil y ve que es casi medianoche. Pone atención, pero no consigue entender ninguna palabra. Un escalofrío le recorre la columna y piensa que, tal vez, la policía ya la haya descubierto. Con Lola, una puta más descuartizada en la cuneta, no se dieron ninguna prisa en buscar culpables. Ahora, aunque el ‘Patrón’ fuera  camello y   ‘padrote’, como los llamaban en su tierra, correrían tras la asesina, más al saber que era una de las pupilas.
Lo que estaba segura María es que no eran los amigos del ‘Patrón’. Esos no preguntaban. Directamente, hubiera sentido las balas quemándole el pecho.

María se levanta de la cama, pega el oído a la puerta y cuando oye a Emilia decir: «Carmen Sánchez… es una mujer mayor, para nada parecida a la foto que me muestra, inspector» piensa que no puede perder más tiempo. Vuelve a la cama, conecta de nuevo el video de Lola y con una última lágrima rodando por sus mejillas, coge la pistola, la lleva hasta el cielo del paladar y, presionando con los dos pulgares sobre el gatillo, dispara.

La música todavía suena cuando el inspector y Emilia irrumpen en el cuarto. Sobre el eco del disparo, Emilia grita «No, no, no» y gira la cabeza llevando sus manos hasta los ojos. 

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Photo by Damian Gadal