(Primera parte)
—Jujuaaaan Mamartitineeez Siiieeerra, deeee Viviiiillaaar deeel ararzobibibibispo. —O algo parecido debió de escucharse. Estaba muy nervioso y la congoja, más bien el terror, me hacía balbucear y ser incapaz de pronunciar una palabra sin engancharme en alguna de las sílabas. Mucho más cuando aquel hombre siniestro que tenía delante, causa principal además de mi estado, tras preguntarme cómo me llamaba y de dónde era, solo pudo escucharme farfullar. Estaba a punto de desmayarme.
Los ojos de mi interrogador se clavaron en los míos y, un segundo después, fue girando su muñeca repetidamente con el dedo índice extendido en horizontal, lo que me daba a entender que quería volver a escuchar mi respuesta. Aquello hizo que la desazón fuera en aumento y que el tartamudeo se volviera todavía mucho más acusado. No llegué a concluir la frase incapaz de pasar del ‘…vivillarllar…’. Tenía el corazón a punto de estallar en el momento que él, mostrándome la palma de su mano, me pidió que me callara. Solo entonces, sonrió y dijo:
—Perfecto, habla siempre igual. —Y con una palmada en los hombros acompañada de un gesto torciendo la boca que me dejó ver su dentadura oscurecida y mellada, añadió—: El puesto es para ti.
Algunas cosas habían ocurrido antes de conseguir mi nuevo y prometedor empleo. Fue avanzada la noche del día anterior, una muy fría de ese invierno, una en la que, a pesar de hacer todo lo posible por dormirme, los sonidos de cristales rotos, los gritos e insultos y las alocadas carreras retumbaban por las calles aledañas al cuartucho del cajero donde me solía guarecer para así no tener que pagar una cama en alguna pensión de mala muerte. Cuando estaba acostumbrándome a ese rumor, algo me sobresaltó por completo. Primero, fue lo que parecieron unos disparos; luego, amplificado por el eco de los soportales, unos pasos golpeando el cemento con rapidez. Escuchaba el resuello de alguien a quien le empezaba a faltar el aire cada vez con más claridad.
Salí a la calle y vi a un hombre corriendo a trompicones, a punto de caer al suelo y acercándose hasta donde yo me encontraba. Él ni me veía, los párpados los tenía inyectados de lágrimas, más por la huida que por el frío viento que soplaba. Sin saber el porqué, quizá fueran esas lágrimas, tal vez el rictus de angustia que reflejaba, seguro el observar cómo los perseguidores debían estar lejos sin posibilidad alguna de vernos, antes de rebasarme en su loca carrera le hice señas con mis brazos para que se adentrara en mi cubil. No tardó mucho en adivinar lo que me proponía y, sin más dilación, lo hizo. Se dirigió hasta el fondo, hacia la zona más en penumbra y donde era imposible que nadie nos viera, pero cerciorándose de que echaba el pequeño seguro a la puerta.
—Muchas gracias —fueron sus primeras palabras dichas con acento extranjero, como del Este de Europa me pareció, mientras respiraba agitadamente entre toses cavernosas.
Puesto en cuclillas y con la cabeza baja, poco a poco fue recuperando el aliento, lo que le permitió recostarse en la pared y, al deslizarse por esta, permanecer sentado con las piernas extendidas. Ni él ni yo volvíamos a abrir la boca, los dos estábamos alerta por si aparecían sus perseguidores.
Transcurrida una media hora sin que nadie lo hiciera, nos fuimos relajando y, entonces, comenzamos a intercambiar algunas frases. Tenía unos ojos muy azules, lo que ratificaba mi primera impresión sobre su origen, estaba muy delgado y la sonrisa era franca, casi aniñada. Sin duda, trasmitía seguridad y confianza, parecía una buena persona. Una de tantas con una mala noche o, seguramente, con una larguísima sucesión de malas noches acompañadas de peores días. Manejaba el español con muy poco vocabulario pero con una precisión sorprendente. Enseguida, entre nosotros se generó un vínculo de camaradería como si esa amistad viniera de muy lejos y, aunque no fuera muy habitual en este mundillo, empezamos a hacernos confidencias sobre la vida de cada uno.
( Continuará)
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