Me pregunto por qué suspiro y suelto un ‘ay’ tras otro si nadie más me escucha. Si en esta habitación de hospital, solo estamos los dos. Dudo que me oigas, por más que sean las máquinas el hilo que aún te sujeta a la vida.
¿Sabes? Pienso que mis lamentos son algo que las mujeres tenemos impreso en nuestros cromosomas, que forman parte del un caudal hereditario al que ni podemos ni sabemos renunciar. Lo vi hacer muchas veces a mi madre, a mi abuela, también a mis hermanas mayores. Por eso, lo repito una y otra vez aunque nunca encuentre las respuestas. Lo mismo que he hecho con tantas cosas en mi vida.
Las enfermeras tardarán en volver a pasar y, salvo que quieras joderme haciendo que este ‘pi-pi-pi’ se acelere, seguiremos solos tú y yo en este páramo, cara a cara entre estas cuatro paredes blanco azulado, «opalino» me dijo la auxiliar cuando vino a lavarte.
Qué poco hemos hablado en los últimos años y cuántas cosas tendría que decirte. Lo haré, aunque el plástico y los muelles de este sillón los haya diseñado un torturador, y no encuentre como estar cómoda. Sin embargo, hay algo peor: el olor de las sábanas, del suelo o el del aseo; un olor que te entra por la nariz nada más cruzar la puerta del hospital. Será una mezcla de lejía y ambientador barato.
Con tales incomodidades, seguro que esta noche no podré pegar ojo, y yo estoy muy cansada. De ti, de nosotros, de estar condenados a compartir mesa y colchón. Aunque tú bien que te ibas cuando te apetecía. Voy al fútbol, mujer, me decías, y yo callaba tanto cuando era así, y volvías oliendo a cerveza y a boquerones en vinagre, como si era mentira, y apestabas a perfume y a gin-tonics. Nada más entrar en casa, a tu mirada vidriosa y andar oscilante, lo acompañabas de un «ya he picado algo» para, a continuación, irte a la cama porque tenías mucho sueño.
En cuanto oía tus ronquidos, yo pegaba mi nariz cerca de tu boca. Tonta de mí, era feliz cuando el regurgitar del vinagre era el aroma que me llegaba. Me intriga cómo olerás ahora cuando no sé si estás postrado por alguna de esas aficiones o, simplemente, porque tus cañerías se reventaron atascadas por el alcohol y los desprecios. Bueno, ese es mi diagnóstico. El doctor dijo otras palabras, tal vez fuera lo mismo.
Al recordar mis inspecciones a la búsqueda de olores a bares, amigotes o amantes, te he vuelto a husmear. Créeme, hubiera preferido cualquiera de los de antes al de ahora.
Este es rancio y podrido. Por esa vena de plástico que te sujeta a la vida correrán los calmantes, pero parece que la putrefacción ya campa por libre.
No sé lo que hago. He llevado mi mano hasta tu frente para después acariciarte la calva. No recuerdo cuándo fue la última vez que lo hice, aunque todavía tenías una pelusilla graciosa que a mí me gustaba alisar. Fue por entonces cuando de mis carantoñas te fuiste escurriendo como si fueras un pez.
Es curioso, nada más pensarlo, primero me he atusado algún mechón, y después, me he subido la hombrera del sujetador y me he alisado la falda. ¿Para quién lo hago? Aquí no hay nadie. Ni tú estás, aunque tú cuerpo esté frente a mí.
Nunca te preocupó tu imagen, para ti era muy fácil. Junto al brillo grasiento de la alopecia se añadió una exagerada curva debajo del pecho y los huecos de tu amarillenta dentadura. Sé cómo lo solucionabas, solo era cuestión de agitar en el aire los billetes que te costaba cada rato de placer. A ellas sí te acercabas, no te importaba sentir su piel al revés que con la mía. Mientras navegabas entre esos amores pagados, mis pechos se fueron desplomando y mi cintura ensanchando.Tampoco te enteraste.
De novios, decías que era resultona, te encantaba que me aupara sobre la punta de mis pies para besarte, también abarcar al completo mi pecho con tus manos. No recuerdo cuándo comencé a verme como una vieja amargada y regordeta, creo que mucho antes de serlo realmente. Solo he sido una empleada doméstica a tu servicio y al de los tres varones que traje al mundo. Los más mayores, zafios como tú (no sabes cuánto compadezco a sus mujeres) nada quieren saber de nosotros. Debemos tener pintada la amargura en la cara.
Del pequeño, del que nunca hablamos desde que murió, te contaría un secreto, algo que me gustaba pensar que te iba a doler cuando te lo confesara. Pero has sido cruel hasta para elegir la antesala de la muerte. Te vas a ir para siempre y nunca podré decirte que no es tuyo. Harta de tu fútbol y de tus putas, en una época en la que yo te necesitaba especialmente, decidí pagarte con la misma moneda y me acosté con un hombre.
Solo ocurrió una vez y casi sin pensarlo, que es cuando mis decisiones han sido más acertadas. Era mejor amante que tú (en eso tenía poco mérito) y me dejó preñada tras arreglar la lavadora.
Lo afronté sola, más de lo que me sentía, pero haciéndote creer que era tuyo. No volví a llamar a aquel desconocido. Esta fue la penitencia que me impuse cuando supe las consecuencias de mi amarga venganza: no verlo jamás.
Ya ves lo ingenua que he sido. Menos mal que no me escuchas. Más de una vez soñé que me leías el pensamiento y que, arrepentido por haberte distanciado, me agarrabas la cara entre tus manos y me besabas en los labios.
Me ahogaba en mi propia fantasía. Nos hemos hecho viejos comiendo y viendo la tele juntos, pero éramos dos orillas opuestas de un mismo océano.
Tiene gracia, me siento culpable. ¿De qué? ¿De nunca haberte dicho nada de esto antes? Como mis suspiros de hace un rato, esta marca debe ser congénita.
Eras tan frío conmigo que no me sorprende que tus manos ahora lo estén. Te he cubierto con la sábana, pero según lo hacía, mis ojos no han podido evitar mirar hacía ese trozo de carne muerta, que tan mal me trató y que tan alegremente compartiste con otras.
Un instante después, al ir a humedecer tus labios agrietados, como me dijo la enfermera, te he secado un par de lágrimas. Tal vez fuera sudor, pero no lo he podido evitar, he vuelto a pensar que habías leído mis pensamientos y que así era la manera en la que me pedías perdón.
Será por esta maldita educación que he recibido, o por este ADN que he heredado, me quedaré contigo todas las noches aunque no creo que te queden muchas más. Por eso, también seré yo quien bese por última vez tus labios, deseando que encuentres, vayas donde vayas, lo que los dos no supimos darnos aquí.
Photo by Manel
El magnífico narrador José Manuel López Moncó ha entrado hoy en el mundo de los monólogos femeninos ante el cuerpo, en este caso moribundo, del marido. Y la verdad es que ha salido triunfante de algo tan arriesgado, que se presta tanto a imitar, copiar, y caer en los tópicos. No todos podrían resolver semejante reto con la misma dignidad.
Te felicito, José Manuel.
Enrique Brossa
Enrique, elogios así siempre gustan. Mucho más si vienen de un maestro como tú.
José Manuel