El cielo truena por la carga que lo resquebraja,
con pecados imposibles de soportar, llora.
Las nubes como estanques insondables
se desfondan rumbo al suelo ávido.
Y en algún lugar del mismo cielo, Don Miguel,
como acicate del Dios que habita delante de él;
-porque él nunca podrá ocupar su diestra-
le muerde la nuca para que no duerma,
le apura el agua que requiere el suelo,
sabe que solo así tendrán aguas las milpas.
Y por lo tanto, maíz la boca de los marginados,
en la tortilla que es nuestra hostia de cada día.
No te olvides padre, de tu lucha por los olvidados.
Los rayos se asoman al cristal de las ventanas,
como fantasmas luminosos vienen por el sueño
que hace un rato los está esperando inquieto,
arengan al insomne que habita desencontrado
en el purgatorio lúdico de la tinta y las tientas.
Él, que era sabio en los ciclos de la tierra
nos ha instruido en los vértigos del subsuelo
para que perviva la letra proscrita de su huella
que se ha derramado con mi pata de perro,
serena y humilde, por todas sus parcelas.